jueves, 26 de julio de 2007

Cielo e infierno


Todos los años me sucede lo mismo.

Se acercan mis vacaciones y siento una espada de Damocles que las amenaza. Mientras otras personas de limitan a preparar con ilusión y cierta impaciencia sus vacaciones, yo empiezo a pensar que algo me las va a estropear a última hora. Que va a llegar el último día de trabajo y, de repente, alguna desagradable  sorpresa va a impedir que me vaya o que, si lo hago, no sea con toda la tranquilidad que me gustaría.

La verdad es que, al final, nunca suele pasar nada y, salvo contadas excepciones, llevo diecisiete veranos cogiendo mis vacaciones sin demasiados problemas.

Sin embargo, vale con que una cosa se tuerza una vez, para que, a partir de ese momento, no puedas acabar de creerte que las cosas van a salir bien esta vez.

Por eso, cuando finalmente empiezo con mis vacaciones y no ha pasado nada, siento sólo un ligero alivio: ha debido ser una falsa tregua pero la espada sigue ahí, colgada sobre mi cabeza y esperará el momento menos propicio para caerme encima.

Desde hace ya unos cuantos años, con la invención de los malditos aunque por otra parte tan útiles teléfonos móviles, es una amenaza real, que no tiene ningún pudor en hacerse presente mientras paseo por el campo o por un pueblo remoto. De repente suena el timbre del teléfono y no puedes evitar pensar que a lo peor llaman del trabajo. Y un par de veces o tres ha sido cierto. Además para cosas que realmente no eran tan importantes y que podían haber esperado a mi vuelta. A veces parece que quien sigue trabajando no acaba de entender que las vacaciones son sobre todo un estado de ánimo, frágil y delicado, y que basta una llamada inoportuna para romper la barrera invisible que has ido construyendo en los días que llevas alejado de tu vida cotidiana. De repente se hace un boquete y tu aislamiento, la paz mental que has podido acumular, hace aguas por todas partes.

A veces pienso que cuando mejor lo pasas es tres o cuatro semanas antes de las vacaciones, cuando empiezas a imaginártelas a saborear de antemano los pequeños placeres de no madrugar, de estar con la familia y los amigos, de sentarte al sol o a la sombra, de conocer cosas, de volver a visitar algunas que ya conoces y que guardas entre tus paisajes personales, ...

En cierto modo, en esos momentos ya tienes un pie en las vacaciones. Recuperas los buenos recuerdos de las pasadas y dejas a un lado los malos. Todavía no estás con la prisa de los últimos días por dejar las cosas en orden y lo más acabadas posible para alejar en lo posible el fantasma de las sorpresas de última hora.

En los últimos años, hay un nuevo problema.

Nunca he querido volver de mis vacaciones. No os voy a engañar ahora diciendo que yo era de esos niños que se alegraban los domingos por la tarde o que esperaban el mes de a septiembre con impaciencia. Ya os he hablado varias veces, alguna de ellas muy reciente, de que una de las cosas que más me gusta es el ocio en el sentido más auténtico del término, que es el de no hacer nada especial. Así que ahora no os vais a creer que alguna vez haya vuelto de las vacaciones con ganas o con ilusión.

Sin embargo, siempre había algo que endulzaba la situación. Primero, el encuentro con los amigos de clase. Después con los amigos del trabajo, con la vida un poco bohemia de mis primeros años en Madrid, incluso reconozco que llegué a encontrar placer en algunas de las cosas a las que me dedicaba en la universidad y, aunque poca, cierta ilusión en el trabajo que, unos años después, estaba haciendo, en el reto que suponía sacar adelante determinadas cosas.
 
Como os decía, desde hace unos años, cada vez mis amigos son menos compañeros de trabajo y más "amigos", aunque algunos sigan trabajando conmigo. Mi trabajo no me ilusiona lo más mínimo y sólo me parece un ladrón que roba el tiempo y las energías que debería dedicar a las personas y cosas que me gustan.

Desde hace poco más de un año, no sólo me falta ilusión, además me sobran las razones para sentir un rechazo real a todo lo que rodea a este "ladrón", salvo unos pocos amigos y algunos otros compañeros de trabajo, que sin ser amigos, son personas decentes, especialente en contraposición con otros especialmente indecentes que están por ahí.

Desde hace unos años y especialmente el último, además del miedo a que algo del trabajo se tuerza y no me deje disfrutar de las vacaciones tal y como estaba previsto, tengo la frustración de saber que, en el mejor de los casos, sólo serán eso. Unas vacaciones. Un espejismo temporal que tiene fecha de caducidad.

Aunque todo me vaya lo mejor posible, tendré que volver a la realidad después de haber tocado el paraíso y haber llegado a vivir en él durante unos días.

Antes volvía del cielo al purgatorio. Ahora se parece más a un infierno.

Menos mal que sigue habiendo algunos ángeles a mi alrededor.

...

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