lunes, 31 de marzo de 2008

Engañar al reloj

Esta mañana me ha costado levantarme el doble que ningún otro día.

Después he andado por casa absolutamente despistado, como si una membrana me envolviera y me separara del resto del mundo.

A las niñas y a mí nos ha costado salir y llegar al cole también más que el resto de los días.

Casi me duermo en el metro y no me he enterado de nada de lo que he leído mientras iba en él.

Al salir, iba por las calles desorientado y confuso, como si se tratara de un lugar extraño y no del mismo que recorro desde hace años.

He llegado a la conclusión de que hoy mi cerebro funciona con una hora de retraso.

Aunque lo intenten, no se puede engañar al reloj y robarle una hora. Al menos, al que llevamos dentro.

(aunque el de pulsera también se ha vuelto un poco loco y, para aumentar mi confusión, ha decidido que hoy es día uno en lugar de treinta y uno)

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martes, 25 de marzo de 2008

"Elena no tiene pueblo (y yo tengo por lo menos tres)"

Esta mañana me contaba mi hija pequeña que Elena, una de sus amigas del cole, "no tiene pueblo".

Ella, mientras, estaba muy ufana porque tenía por lo menos tres: uno por cada lugar donde viven sus abuelos paternos y maternos y solemos pasar temporadas vacacionales, incluyendo la "casa del pueblo" de mi madre.

En un recuento más generoso llegaba incluso a siete "pueblos", al sumar lugares en los que hemos estado sólo de forma más ocasional, como los pueblos natales de mis suegros, la casa en el monte del tío P. (que para ella es un pueblo distinto) y, en el extremo de lo que yo podía haber imaginado, el pueblo/ciudad donde vive una prima ¿tercera? (estamos hablando de una hija de mi prima), en el que no ha estado nunca más de unas horas, pero por el que pasamos cuando vamos a uno de los pueblos "de verdad".

He descubierto que, en Madrid, tener un pueblo es algo imprescindible e incluso, al menos en las clases de segundo de infantil, una "riqueza" de la que se puede presumir. Yo recuerdo mi infancia en preescolar en la que presumíamos de que teníamos un hermano mayor o un primo que sabía kárate y, en buena lógica, "le podía" al hermano o primo del compañero de clase.

Ahora parece que de lo que hay que presumir es de tener pueblo, aunque, algunas veces no me acaba de quedar clara la ventaja de tener varios pueblos, mucho menos si están a varios cientos de kilómetros del lugar donde vives y al que, desgraciadamente, tienes que volver después de las vacaciones.

Reconozco que esta duda no me asalta cuando se trata de vacaciones de verdad, en las que veo las ventajas claras de tener "pueblos", pero sí que lo hace si se trata de mini vacaciones.

Y es que creo que, en parte, estos pueblos, múltiples y relativamente distantes, son los culpables de que esté más bien cansado después de estas supuestas vacaciones de Semana Santa.

Como las niñas tenían vacaciones la semana completa, pero nosotros no, fuimos el fin de semana anterior, el del Domingo de Ramos, para dejarlas en casa del hermano de A. (¡muchas gracias, por cierto!). El domingo nos volvimos a Madrid A. y yo solos, pero no sin antes haber pasado por casa de mi madre el sábado. Ya llevábamos los primeros 900 kilómetros de coche y no habíamos hecho más que empezar.

El jueves a primera hora salimos de nuevo para el pueblo de A., recogimos a las niñas, comimos con la familia y, esa misma tarde y ya con las niñas, salimos para el "pueblo pueblo" de mi madre, que está a unos 110 kilómetros, en la montaña de Castilla y León. La idea era estar allí algún día, pero intentando esquivar la nieve que anunciaban a partir de la noche del viernes. Así que sólo pasamos allí día y medio (una noche) y el viernes por la tarde nos volvimos a casa de los padres de A.

En ese momento ya llevábamos bastantes más de 1.500 kilómetros.

El domingo por la tarde, de nuevo de vuelta a Madrid, pasando por nieve en el norte y, especialmente, el gran atasco cuando ya nos empezábamos a acercar a Madrid.

El resultado de tanto ir y venir, más de dos mil kilómetros en poco más de una semana, es que tengo la sensación de no haber descansado nada. Más bien todo lo contrario.

Pero, bueno, al menos hemos estado con la(s) familia(s).

Y, además, mi hija la pequeña podrá presumir en clase de que, durante estas vacaciones, ha estado en tres de "sus pueblos" .

Siempre es un consuelo.

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lunes, 10 de marzo de 2008

Alta traición

Hace ya muchos años que mi sentimiento patriótico está más que venido a menos. Sospecho que nunca lo he tenido. Quizá se ha tratado de una reacción de protección ante el ambiente que me invitaba a tener una fuerte identificación nacionalista o simplemente una muestra de realismo y capacidad crítica: me gustan, amo y valoro las realidades, pero no es fácil convencerme con ensoñaciones que, en muchos casos, además esconden intereses inconfesables o, al menos, poco claros.

Durante muchos años la mejor representación que había encontrado de mi forma de sentir y vivir mi relación con mi mundo y mis gentes era un poema del mejicano José Emilio Pacheco, cuyo título, "Alta traición", he usado para encabezar este post.


Alta traición (José Emilio Pacheco)

No amo mi patria.

Su fulgor abstracto
es inasible.

Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

Bueno, en realidad, lo mío era bastante más ligero. Yo creo que, como mucho, daría la vida sólo por "cierta gente" (muy poca me temo) y nunca por cosas y menos "fortalezas". Pero si no lo interpretamos literalmente, recoge esa idea de que uno puede estar estrechamente identificado con cosas y personas sueltas, sin necesidad de subirse al carro de esas patrias prefabricadas que nos proponen. Que es posible sentirse vinculado a lo propio, integrado en una realidad que encaje en un modelo personal, compartida en parte con tus conciudadanos, pero sin ser un fiel seguidor de consignas externas.

En los últimos días, como siempre que hay unas elecciones a la vista, me he visto revisando algunas de mis convicciones cívicas. Creo que, a estas alturas de mi vida empiezan a ser bastante fijas, pero nunca se sabe. Al fin y al cabo estoy en esa edad central en la que la literatura de autoayuda habla de replantearse el resto de la vida y revisar lo que hasta ahora parecían firmes principios.

Como os decía, uno de mis "firmes principios" hasta ahora era que quizá no amaba mi patria, que ni siquiera estoy seguro de cuál es. Sospecho que, en el caso de que haya algo que yo pueda llegar a llamar patria, se trata de una realidad superpuesta, cambiante y multiforme, hecha de una mezcla de personas, tiempos y lugares, sin respeto a fronteras, distancias ni otras convenciones distintas de mi identificación personal y absolutamente intransferible, pero a la vez cambiante y dispuesta a enriquecerse con nuevas personas y lugares.

Es más, algunos ratos, en realidad una o varias veces casi todas las semanas, no podía (no puedo) evitar odiar una parte de mis varias supuestas patrias superpuestas. Pero a pesar de todo, no llegaba a sentir desapego y me parecía una irresponsabilidad que no podía permitirme el desentenderme de lo que estaba pasando.

Por esa razón nunca he dejado de votar cuando hay elecciones.

En general suelo votar a la opción que considero "menos mala". Para poder hacerlo mantengo un comportamiento inalterable: no sigo los debates, las campañas y esas cosas, porque pueden llegar a conseguir que no vote a nadie. No soporto a los políticos en campaña y algunos los están todo el año. Puro populismo demagógico, salvo contadísimas excepciones. Incluso cuando detrás haya propuestas serias e interesantes o personas con fundamento, la mayor parte de las veces la locura electoralista y las consignas simplistas de sus asesores les hacen parecer vendedores tramposos de teletienda y no puedo dejar de preguntarme si no estoy entregando mi voto a un timador irresponsable o, lo que casi es peor, incompetente.

Pero bueno, es lo que hay. Como al final va a salir alguien elegido y prefiero que sea el que me produce menos rechazo. Y en eso sí que hay [muchas] diferencias.

Voto "a la defensiva". Pienso que si te abstienes o haces una supuesta protesta individual subversiva como tachar los nombres de las papeletas o votar a partidos ridículos como el de los "no fumadores" (os juro que ayer lo vi en las papeletas electorales), lo único que estás consiguiendo es renunciar a "defenderte" a ti y a los tuyos de los que tienes muy claro que sí que son una opción peor.

Y lo peor de todo es que tu acto de rebeldía individual no tiene ninguna repercusión: no existe. No sumas nada y ni siquiera consigues restar.

Por eso, sigo pensando que es peor desentenderse que equivocarse. Al menos, votar a alguien me da derecho a sentirme defraudado cuando, previsiblemente, haga tonterías con las que no estoy para nada de acuerdo.

La democracia es lo que tiene. Aunque muy poco, tienes derecho a decidir. Eso no quiere decir que controles lo que pasa, pero algo sí que puedes hacer o intentar hacer.

No sucede lo mismo con otras cosas.

Por ejemplo, la Iglesia (la oficial) sólo te deja la opción de no participar. Yo tengo la convicción de que si nos hubieran dejado votar a todos los que alguna vez nos hemos sentido parte de ella, no estarían al frente personajes como Rouco o Ratzinger, más interesados en el pecado, el infierno y la represión de la felicidad, que en traer la justicia o el amor al mundo. Si nos hubieran dejado votar, es muy probable que siguiéramos dentro y que la Iglesia no tuviera una emisora de radio que sólo difunde el odio al otro, al distinto y despierta sin pudor fantasmas que parecían del pasado o de estados culturales superados como el racismo y la xenofobia tribal.

Por eso, cuando el otro día leí el artículo de Maruja Torres en El País ("Por favor"), llegué a la conclusión de que está vez tenía que ir a votar también para defender a todos los cristianos de buena fe de Rouco y de sus amigos. Para defender a la gente sencilla y buena, que cree en las cosas y que sólo quiere eso, ser buena gente. Para defender a la gente que va a ver un Jesucristo Superstar distinto de lo que pide la ortodoxia, con unos apóstoles que son la mitad mujeres, y sale con un subidón de fe, como me confesaba una vecina.

Suma y sigue. Más razones para no estar al margen.

Y, aunque me pase como a Elvira Lindo ("¿Qué es lo que yo espero?") que no espero que los políticos cumplan con sus a veces ridículas promesas electorales, como ella, soy de esos a los que "nos basta con que las personas nos ofrezcan la confianza suficiente como para pensar que nos ayudarán a pasar mejor una crisis y que aumentarán, en la medida de lo posible, el bienestar de los más desfavorecidos".

Por eso, sigo manteniendo algunos principios firmes, a pesar de mis cuarenta y tantos.

Sigo pensando que hay que defenderse de los peores optando por los menos malos.

Otra cosa, al menos en mi caso, sería una traición.

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