viernes, 28 de diciembre de 2007

Contarle la vida a un extraño


Hace años tuve una experiencia muy entrañable y de la que guardo un bonito recuerdo.

Estábamos a finales del mes de junio, yo iba en un tren de Perpignan a Barcelona y a mi lado estaba sentada una señora bastante mayor que, por otra parte, ocupaba el asiento que debería haber sido mío.

Ella y sus dos nietos ya estaban allí cuando yo subí al vagón en Perpignan y, después de una pequeña confusión inicial, descubrimos que ellos ocupaban los asientos correctos, pero del vagón equivocado. Como el asiento que estaba a su lado estaba libre y no parecía que hubiera nadie más reclamándolo, decidimos que yo me sentaría allí y que ellos cruzarían los dedos para que nadie más subiera al tren intentando utilizar los asientos que ocupaban.

La verdad es que la anciana, que tendría bastantes más de ochenta años, y sus nietos, un niño y una niña de unos ocho años, formaban un grupo bastante frágil y daba mucha pena pensar que tuvieran que andar de un vagón a otro con todos sus bártulos.

Toda mi conversación inicial se había producido en francés y el aspecto intensamente rubio y "perfectamente francés" de los niños no me hacía pensar otra cosa distinta de que se trataba de una abuela francesa, que iba con sus nietos a alguna de las playas del litoral catalán.

Sin embargo, aprovechando la anécdota inicial que nos hizo romper el hielo, la señora continuó hablando sin parar (yo sobre todo escuché) hasta que llegamos a Barcelona y me hizo ver que llevaba horas (o quizás días ..., o años) necesitando hablar con un adulto que la escuchara, sólo eso.

No sabría decir exactamente todo lo que me contó y, al intentar contároslo ahora, estoy casi seguro de estar inventando la mitad. Ni siquiera puedo decir en qué lengua me hablaba, porque se pasaba, sin solución de continuidad, del francés al castellano y del castellano al catalán (valenciano decía ella), volviendo de nuevo al francés. Supongo que tenía que ver con la historia o la persona que estuviera recordando en cada momento, pero no puedo asegurarlo. Yo, por mi parte, en mis pequeñas aportaciones, utilizaba indistintamente el francés o el castellano, dependiendo de la última lengua que ella hubiera utilizado.

Lo que sí recuerdo es que me contó su vida entera, como conoció a su marido en Valencia, de donde eran los dos; como los dos, juntos e ilusionados, se casaron de forma un poco precipitada y sin todos los beneplácitos familiares, emigraron, casi huyeron, primero a Barcelona y, unos años más tarde, a la periferia industrial de París.

Me describió los primeros años duros, recién llegada a Francia, sin conocer el idioma, esperando en casa a que su marido volviera del trabajo, hablando en el humilde barrio obrero con sus vecinas polacas, portuguesas o de cualquier lugar imaginable, incluyendo algunas  españolas. Como, poco a poco, fue integrándose, descubriendo cómo funcionaba aquella sociedad y prosperando, teniendo hijos, ya franceses, ... y, especialmente, envejeciendo.

Su marido se jubiló y, por lo que se ve, murió pocos años después, dejándola sola. Me dio la impresión de que había estado muy enamorada de él y, por la mirada que ponía mientras me lo contaba, aun seguía echándolo de menos.

Mientras tanto, sus hijos, dos varones, ya se habían hecho mayores, habían hecho estudios universitarios, se habían casado, ... Uno de ellos estaba trabajando en Brasil. El otro había ido a vivir al sur de Francia, cerca de Montpellier. Ambos "triunfaban en la vida" y ella se sentía una pieza prescindible en esas vidas que, en el fondo, tan poco tenían que ver con la suya. Vivía "de prestado" en la bonita casa de campo de la campiña francesa de su hijo, abogado de éxito, y dejaba entrever que, en el fondo, no se llevaba demasiado bien con su nuera y que en esa casa y en esa vida tan perfectas, se sentía una extraña. Una sensación, que sólo conseguía compensar la presencia de sus nietos.

Ahora había conseguido una tregua a esa sensación de no servir para nada: iba a Valencia o Alicante, a pasar unas semanas con la familia de su hermano y llevaba con ella a sus nietos franceses, que no hablaban una gota de español, y, por esta razón, se sentía útil. Incluso la notaba ilusionada con la idea. Quizás por eso conseguía contarme las cosas, alguna de ellas muy triste, con esa naturalidad y esa energía.

A estas alturas, podéis pensar que yo debía estar bastante harto de la conversación de esta señora, que estaría deseando llegar a Barcelona para librarme de ella.

Pero no es así.

Esta señora era el colmo de la educación y la sutileza. Conseguía contarme las cosas con tanta ternura y pasión al mismo tiempo, y en esa enloquecedora mezcla de idiomas, que me tenía atrapado entre sus redes narrativas. Estaba creando un universo literario propio, en el que los cambios de idioma eran coherentes y todo parecía tan sincero y, al mismo tiempo, poético, que me tenía entregado.

Recuerdo que, en medio de esa conversación, el tren paró en Collioure y yo pensé que era de lo más adecuado estar dentro de esa historia y, al mismo tiempo, en el lugar en el que murió y está enterrado Antonio Machado.

Cuando llegamos a Barcelona, yo me bajé del vagón y, desde el andén, viendo como se alejaba el tren en que ellos continuaban, no pude evitar tener una sensación de pérdida, como si en ese tren se alejara alguien querido a quien sabía que no iba a volver a ver.

Confieso que unos minutos después se rompió el embrujo. Metido en un taxi, camino del aeropuerto desde donde pensaba seguir mi camino hasta Madrid, ya tenía muy claro que esta señora, que había compartido unas tres horas de viaje conmigo, era, a fin de cuentas, una extraña.

Sin embargo, no puedo evitar acordarme de ella muchas veces cuando me pongo a escribir en este blog. En cierto modo, esto es algo así como contarle tu vida a un extraño. Y sería mucho más fácil si todos mis lectores fueran extraños a los que no iba a volver a ver nunca jamás.

Confieso que hay muchas cosas que no llego a escribir porque me da vergüenza pensar que las pueden leer personas que me conocen y me parecen demasiado sensibles o quizá un poco ridículas. En esos momentos comprendo perfectamente a aquella señora que me usó para su terapia particular. Yo era la víctima perfecta: un extraño al que nunca volverás a ver es el destino perfecto para algunas confidencias de las que quizás no estás muy orgulloso; para sacar a la luz esas pequeñas frustraciones que no te atreves a confesar a tus personas más cercanas y que, muchas veces, han sido provocadas por ellas mismas, ...

Aquella vez, mientras me alejaba de aquel tren y de aquella historia, me sentí útil. Alguien había sacado parte de sus fantasmas y, probablemente, eso le podría ayudar a convivir con ellos.

Igual resulta que, al final, puede ser más útil o, por lo menos, más inofensivo contarle tu vida a un extraño que a una persona cercana.

Creo que, en parte, por eso funcionan los blogs: son una forma cómoda y reposada de contarle tu vida a un extraño.

Y parece que eso es sano.

Para el que lo cuenta y, al menos algunas veces, también para el extraño.

...


lunes, 3 de diciembre de 2007

La lluvia

Muy a menudo echo de menos la lluvia de mi tierra, el aire limpio y regenerado después de un aguacero, el color verde que trae a sus campos, ...

Sin embargo hoy, mientras atravieso La Mancha en un veloz tren y contemplo los colores limpios del amanecer sobre una ligera neblina, no puedo dejar  de estar de acuerdo con el texto de Julio LLamazares que acabo de leer y que dice, sobre los colores de su infancia, que "cuando llovía, en cambio, el agua los confundía y el paisaje se volvía tan extraño como un cristal empañado".

Es verdad que recuerdo alguna mañana de invierno, imagino que de sábado o de vacaciones de Navidad, encerrados en aquella cocina grande de la infancia. Mi madre planchando y nosotros, los niños, tirados por el suelo con los indios y vaqueros de plástico o las cazuelas y platos de juguete.

Recupero mi mirada desde el suelo observando el exterior, en un ángulo casi imposible, a través de la esquina superior de la ventana, la única aun no empañada. Me recuerdo contemplando el cielo fundido con la montaña en una única nube gris que parecía estar ahí desde siempre e ir a quedarse en el mismo lugar hasta el final de los tiempos, mientras llovía con la paciencia con la que sólo nuestro cielo sabe hacerlo.

Vuelvo a sentir aquel confort estremecido, el alivio de estar dentro, al calor y en compañía. También noto el frío de fuera, la humedad que se debía calar hasta los huesos y la soledad del mundo, allá, al otro lado del cristal.

Recupero el olor cálido de la ropa recién planchada envolviéndonos dentro de casa y pienso que sí, que la lluvia me sigue gustando.

...