sábado, 14 de noviembre de 2009

Hay momentos …

Hay momentos en que parece que el tiempo está congelado.

Hay momentos en que estás en un tren, dando una vuelta sin fin a un valle verde como tus recuerdos.

Hay momentos en que escuchas en el ipod canciones de hace unos años, llenas de sugerencias.

Hay momentos en los que te envuelve esa sensación somnolienta y esperanzada de un día otoñal recién estrenado, limpio y azul después de una noche de lluvia.

Hay momentos en que sientes esa ternura triste que produce acabar de despedirte de personas a las que quieres.

Hay momentos en los que, al mismo tiempo, te invade la alegría contenida de empezar el viaje de retorno a casa, a estrechar entre tus brazos a las otras personas que dan el sentido a tu vida.

Hay momentos en los que sientes que tu corazón está al mismo tiempo en dos sitios o quizás no está en ninguno, ni siquiera contigo.

Hay momentos en los que puede ser que el tiempo no esté congelado, pero tu corazón, tu cerebro y tu vida, van más despacio, como si tuvieran miedo a romper algo que sabes que más tarde ya no va a estar ahí.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Ese impostor

Tengo que anunciaros algo muy importante: ese impostor al que conocéis no soy yo.

Hace tiempo que lo sospechaba. Me veía en las fotos y siempre me parecía que era otro el que había sido capturado por la máquina. Incluso, algunas veces, me veía reflejado en un juego de espejos, de esos que invierten tu imagen habitual y muestran la que se supone que ven los demás, y me parecía que allí había un intruso.

Pero ahora lo tengo más claro que nunca.

El otro día me oí en una grabación y descubrí que el que se suponía que era yo, incluso decía las cosas que yo probablemente quería haber dicho en la ocasión en que me grabaron, era otra persona. Yo no tengo esa voz. Yo no hago esas pausas, ni ... 

No sé cómo justificarlo, pero estoy seguro de que no era yo.

Así que he llegado a la conclusión de que hay por ahí un extraño, que pone una voz impostada y se parece algo a mí, pero con los rasgos al revés, con un  extraño perfil, sonrisa congelada y expresión eternamente cansada. Ese extraño se hace pasar por mí y es al que vosotros debéis ver y oír cuando yo estoy con vosotros.

No os fiéis de él. Es un impostor.

Alguien me dijo una vez que mi voz transmitía confianza, pero no es mi voz, es la de ese usurpador. Supongo que ese es uno de los trucos que usa para hacer bien su trabajo y que todos hayáis creído que yo era así. 

Pero hoy he decidido no esperar más y avisaros ya: ese no soy yo.

Yo no tengo esa voz, ni hablo así.

Yo no tengo ese perfil.

Yo no soy así ... creo.

No puede ser que sea así y haya vivido engañado todos estos años.

...


jueves, 30 de julio de 2009

Frenesí veraniego y soplos de aire fresco.

Es ya un clásico.

Todos los años por estas fechas me quejo del estrés prevacacional; de tener que estar cerrando cosas a todo correr; del miedo a que, a ultima hora, algo se tuerza y no pueda coger las vacaciones tan ligero de equipaje como me gustaría. 

Este año es distinto.

No sé si me pasa como con el calor, que ya no sé si me estoy acostumbrando al que hace en Madrid o que este año, aunque también hace mucho calor, es menos sofocante que otros. El hecho es que este año mi frenesí prevacacional no tiene nada que ver con el miedo a que las cosas del trabajo se me tuerzan a mí, sino con el descubrimiento de que, por fin, se le empiezan a  torcer a otras personas que yo creo que, honradamente, lo merecían.

Aunque todos sepamos que el mes de julio en Madrid suele ser sofocante y que el mundo laboral tiende a ser injusto, siempre es un soplo de aire fresco y un alivio que, al menos este año, lo sean un poco menos.

Que dure y que no nos toque una vuelta de vacaciones bochornosa y tormentosa.

Aunque todos sabemos que las rachas de viento afectan mucho a las (y los) veletas.

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jueves, 28 de mayo de 2009

Ganas de hablar, taxistas y aeropuertos

Este ya es mi tercer día en Canarias y también el tercer aeropuerto, la tercera compañía aérea diferente, la tercera charla-reunión sobre el mismo tema y … el tercer taxista que me cuenta su vida.

Ahora tengo un agravante, hay un avión para Madrid, que debería coger, y que todavía no ha llegado. Afortunadamente no es el tercer retraso, porque el resto de los aviones ha funcionado bien. Este detalle es importante, porque en tres días he estado en tres islas diferentes y he tomado, incluyendo el que espero en este momento, un total de cinco vuelos distintos.

He conocido el aeropuerto, la carretera que lleva de él a la correspondiente capital y dos o tres calles de Lanzarote y Fuerteventura, además de Gran Canaria, que ya conocía.

Ahora estoy en el último y más visitado de los aeropuertos (cada noche he vuelto a dormir en Las Palmas) y espero llegar más pronto que tarde a mi casa, que empieza a parecer un objetivo inalcanzable. En este momento estoy sólo, mirando de vez en cuando a una pantalla de esas múltiples de los aeropuertos, en la que aparece mi vuelo como retrasado y sin mucha más información y me acuerdo de la gente que he conocido estos días. Todos amables y con deseos de agradar, más o menos. Pero, entre todos ellos, han destacado los taxistas.

Una vez más, me he enterado de las vidas o de parte de ellas de varios taxistas. De media, los taxistas son unos personajes extraños que te acaban contando la mitad de su vida a la primera de cambio. Pero creo que nunca había conseguido tal concentración de historias en tres días.

Vuelvo a casa con tres biografías, varios apretones de manos de chofer profesional y dos números de móvil nuevos, ya que los taxistas canarios, además de contarte parte de su vida, se empeñan en volver a llevarte en su coche al día siguiente o varias horas después.

Nada más llegar a Las Palmas me tocó el primero de estos personajes. Era bastante joven, quizá unos treinta años. Había sido camionero autónomo para Seur hasta hacía unos meses en que quedó en paro y buscó trabajo en el taxi. Ahora estaba perdidamente enamorado, según me contó a modo de saludo mientras respondía un SMS, imagino que de su novia o amante, en lugar de arrancar el coche. También me contó que había engordado veinte kilos desde que se dedicaba a esto; que estaba haciendo una dieta a base de fruta; que corría todos los días cuatro kilómetros en un parque; que estaba leyendo "Caballo de Troya" y enganchado a él, me dio la impresión de que desde hace varios meses (parece más un atasco que un enganche); que no había conseguido acabarse "Crimen y castigo"; que le perdía para su dieta el asado de pata que ponían en un bar más o menos cutre en las cercanías del aeropuerto; que había visto cuatro veces seguidas "El último samurái" en su época de camionero cuando iba con el camión en el ferry que une Las Palmas con Santa Cruz de Tenerife; que … ¡yo que sé cuántas cosas más! Al final se acabó el trayecto y me quedé sin saber más detalles de su enamoramiento. Aunque igual le puedo llamar por teléfono para preguntarle, porque fue uno de los que se empeñó en dejarme su número de teléfono.

El siguiente taxista comunicativo no era un aborigen canario, sino un "godo", como nos dicen aquí a los peninsulares. Ni más ni menos que salmantino, y, fiel a su recio origen castellano, no llegó a esos extremos comunicativos, pero ya hizo sus pinitos y me llegué a enterar de sus orígenes, su llegada a Fuerteventura, su inicio en el mundo del taxi, sus opiniones sobre el turismo en la isla, …

El tercero y último es chileno, aunque tiene pinta de vivir en Canarias desde hace por lo menos treinta años. Casi acabamos de separarnos, después de un fuerte apretón de manos que se ha empeñado en darme junto a la maleta que sacaba del portaequipajes. Llegó a España por casualidad, después de embarcarse en Chile, Viña del Mar para ser exactos, en una aventura con su mejor amigo que les llevó a Dinamarca, para trabajar en un barco danés y recorrer medio mundo. El trabajo acabó y no todo era tan fácil en Dinamarca, así que cogió un tren hasta Hendaya. Desde allí otro a Bilbao, casualidades de la vida, y finalmente un autobús a Santander donde se suponía que iba a trabajar en algún barco que salía de allí para Chile. Cuando llegó a Santander, el barco ya no necesitaba marineros y tampoco había más barcos por allí que los necesitaran. Se acordó de una novia canaria, que probablemente podía haber sido un amor de paso si el barco de Chile no llega a fallarle, y decidió venir a Las Palmas a buscar trabajo. No sé cuantos años después, ha trabajado de soldador, en tierra; de mecánico de mantenimiento, de nuevo en un barco; de operario en una tabaquera, otra vez en tierra, y finalmente de taxista cuando la correspondiente multinacional absorbió la planta de tabaco y decidió cerrarla y trasladar la producción a algún país de Europa del Este, más barato. Ahora, muchos años después de su llegada, con dos hijos ya mayores, pero que aún viven en casa, y casado con la mujer que podría haber sido sólo un recuerdo, compra vino chileno en el Alcampo para curar su nostalgia y, por lo que he comprobado, se dedica a contarle su vida a los que se dejan, imagino que para huir de la soledad de las horas que pasa esperando en el taxi, sin hablar con nadie.

Y me diréis que a vosotros que os importa todo esto que os estoy contando: vidas (¿normales?) de personas anónimas. Pues probablemente lo mismo que a mí. Nada en especial. Os juro que yo no los he provocado, ni les he preguntado por su vida, ni casi les he respondido más de lo estrictamente necesario para ser amable. Pero debo de tener en la cara algo parecido a un cartel con el texto "señor taxista cuénteme usted su vida", porque, sin buscármelo, sé la vida de varios de ellos. Taxistas de Barcelona, París, Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, Fuerteventura, Bilbao, Valencia, … me han contado en algún momento a lo largo de los últimos quince o veinte años su vida, el origen de sus mujeres o amores, sus preocupaciones familiares, … Y eso que no cuento a los que simplemente me han dado la chapa hablando de política o de futbol o del tráfico. Hablo sólo de los que me cuentan cosas que yo considero más o menos privadas y personales.

Supongo que tienen ganas de hablar, que están cansados de estar solos tantas horas sin hacer nada más que esperar, no sabiendo nunca si son dos minutos o dos horas lo que falta para salir corriendo quién sabe hacia dónde.

Y tengo que decir que ahora mismo los entiendo. Aquí, mirando el panel de mi vuelo retrasado, con no sé si cinco minutos o una hora por delante para salir corriendo hacia una puerta de embarque desconocida, me han entrado ganas de hablar con alguien y de contarle un poco de mi vida (sólo un poco, que soy muy pudoroso).

Así que me he puesto a escribiros.

Sólo es eso: ganas de hablar producidas por soledad, aburrimiento, esperas de duración imprecisa, retrasos, taxistas, aeropuertos, ...

sábado, 9 de mayo de 2009

Noches largas

No sé muy bien por qué, o sí que lo sé pero he decidido no contároslo aquí porque no es lo importante, pero el caso es que me ha costado mucho dormirme esta pasada noche y, como no podía dormir, he cogido el Ipod y me he puesto a escuchar música.

Cuando me lo compré, pensé que no quería uno de los pequeños, mucho más manejable, sino uno de los que ahora llaman "classic" con su pequeño disco duro, en el que caben muchos gigas. Lo decidí así, porque me apetecía meter en él toda o casi toda la música que pasara por mis manos, incluyendo cosas que no me gustan especialmente y que me habían llegado por casualidad, a través de mis sobrinos, amigos, curiosidades puntuales, … De vez en cuando, eso me permite darme a mí mismo sorpresas y descubrir o recordar canciones que unos minutos antes ni se me habían pasado por la cabeza.

Está noche de insomnio he ido a parar a un grupo de canciones que no escuchaba seguidas desde hace por lo menos veinte o veinticinco años. De allí he saltado a otras canciones de la época. Y de ellas, ya fuera del Ipod, a uno de los bares en las que solía escucharlas, a los amigos y amigas con los que las compartía, a las sensaciones de entonces, las buenas y las malas. Al recuerdo de tener toda la noche y toda la vida por delante para escuchar canciones, hablar con los amigos y arreglar el mundo en una oscura mesa, rodeados de humo y con un vaso en la mano.

Tengo que reconocer que me ha puesto un poco nostálgico volver a mis veinte años y volver escuchar, casi al final del recorrido, Suzanne de Leonard Cohen, casi con la misma pasión de entonces. Reconozco que, a pesar de mis clases de inglés, Leonard Cohen me sigue resultando incomprensible, pero la canción sigue resultando evocadora y muy especial. Llena de recuerdos de esa época tan especial en la que todo estaba por pasar.

Miro el tiempo transcurrido y, a pesar de todos los cambios, me doy cuenta de que sigo siendo el mismo y que lo que entonces me emocionaba me sigue emocionando ahora.

Aquellas también eran noches largas como ésta, pero eran voluntarias.

Aunque, en cierto modo, las mañanas eran incluso peores que las de ahora.

Son las ventajas de fumar y beber menos.

martes, 28 de abril de 2009

Cosas importantes

Sube al vagón de metro mirando hacia los lados y, al mismo tiempo, al cristal de la puerta de enfrente. Busca su reflejo y, al mismo tiempo, nuestras miradas que, imagino, espera llenas de admiración.

Aunque hay sitio de sobra, no se sienta para no arrugarse. Va de punta en blanco: traje gris tan impecable que parece recién comprado, camisa rosada sin corbata, zapatos italianos recién estrenados, pelo perfectamente despeinado y encrespado a base de productos cosméticos, barba de cuatro días perfectamente recortada hace menos de una hora, reloj enorme de diseño, …

Se ve reflejado en los cristales, en los que no deja de mirarse, y se nota que se gusta. Nos mira a los demás como si fuéramos pequeños mortales grises y él un selecto personaje del Olimpo de los cuerpos danone.

Se estira una vez más la americana ya sin un pliegue, como para lucir aun más, y en ese momento se entreabre un poco y descubro que tiene la cremallera del pantalón abierta.

A pesar de estar cuidando su imagen de forma continua, ha dejado descuidado un detalle fundamental. Un detalle menor, que no se ve en esos espejos cuando se mira de perfil, pero que hace que no me resulte fácil parar la carcajada que ya se me escapaba. Un detalle que hace que me resulte aun más ridícula esa pose de modelo perdido en el metro, a la vuelta del trabajo de la mayoría de la gente, nosotros, ya despeinados y ajados por una jornada larga y no demasiado  grata.

Sospecho que algunas veces nos pasa eso a todos: nos pasamos la vida mirándonos al ombligo. Creemos que lo tenemos todo controlado porque controlamos las cosas menores y resulta que, fuera de los reflejos en que nos vemos pero a la vista de cualquiera que pasa por ahí, está esa "bragueta abierta" que tira por los suelos nuestra pose.

Las cosas importantes tienen a veces la propiedad de ser las menos evidentes para nosotros mismos y todo lo contrario para los demás.

Cuestión de puntos de vista.

lunes, 13 de abril de 2009

Feng Sui

En cierto modo, es muy  divertido.

Yo tenía la teoría de que no era un lugar especialmente interesante, pero resulta que el baño de mis suegros debe de encajar con alguna de las características del feng-sui para "lugares que inspiran". Lo digo porque no es la primera vez que, estando en él y bajo la ducha, se me ocurren cosas para escribir en este blog. Son temas completos, con desarrollo, texto detallado, conclusión y hasta variantes estilísticas.

Luego, según me seco con la toalla, se me olvida todo lo que se me había ocurrido.

Esa es la razón por la que ahora estoy escribiendo esto: porque el otro día se me ocurrió un tema estupendo mientras me duchaba y ahora ya no me acuerdo de nada.

Digamos que éste es el post sustituto.

Si alguna vez vuelvo acordarme del otro, quizá os escriba el original, aunque puede suceder que no lo haga.

Nunca se sabe, hay historias que sólo funcionan en un ambiente determinado y fuera de él  ya no parecen interesantes.

Debe de ser un efecto del feng-sui.

O una neura mía.

martes, 31 de marzo de 2009

Fotos


No puedo evitarlo: una vez más, me pongo a pensar en escribir y estoy viendo que me va a volver a salir algo triste o, al menos, melancólico.

Y sé que me voy a ganar una nueva queja por parte de alguna de mis lectoras (los hombres, o no me leen o, al menos, no lo confiesan).

Pero no lo puedo evitar, así que sigo con lo mío.

Lo que os quería contar es que hace un rato me he quedado mirando, casi sin darme cuenta, algunas de esas fotografías que tenemos por ahí en un marco desde hace años y a las que normalmente no hago ni caso. Hoy, no sé por qué, mis ojos se han detenido en una foto de mis dos hijas, hace ya por lo menos tres años, abrazadas debajo de una toalla azul y muy sonrientes. Tan frágiles y tan felices que no he podido evitar echar de menos las oportunidades que ya he perdido de disfrutar de ellas. 

Un par de estanterías más arriba, mis ojos se han parado en otra foto en la que abrazo a mi hija mayor, y entonces única, con el mar de fondo. Ella está feliz, refugiada en mi abrazo protector, y es diminuta si la comparo con la niña de ocho años que es ahora. En cierto modo, ni ella ni yo somos ya los mismos. Ni yo soy tan grande ni ella tan pequeña que parece apenas una muñeca a mi lado. Y he vuelto a tener esa sensación de tiempo desaprovechado sin disfrutar todos y cada uno de los minutos que estábamos juntos.

A veces pienso en todo el tiempo que nos pasamos "peleando" con esos pequeños monstruos que pueden llegar a ser. Intentando que coman, que se vistan, que dejen de dar la lata, que estudien, que dejen de ver la tele, de saltar por la casa o, al menos, de tomarnos el pelo. Lo comparo con el tiempo que dedicamos simplemente a disfrutar los unos de los otros y me da la sensación de el saldo es muy negativo, que desaprovechamos demasiadas oportunidades.

No sé por qué razón, creo que pasamos más tiempo intentando cambiar a las personas que queremos que disfrutando de como son.

Y hoy, quizá más que nunca, tengo una sensación imprecisa. No sé exactamente cómo describirla, pero es algo así como que me da la impresión de que perdemos tiempo y oportunidades de ser felices sin más con las personas a las que queremos, necesitamos y nos necesitan. Y ese tiempo y esas oportunidades ya no vuelven.

Si me paro a pensarlo y me pongo muy racional, sé que es mi obligación hacer todo lo posible por ellas y eso incluye muchas veces dar consejos y hasta órdenes, echar broncas, poner límites y castigar de alguna forma las malas actitudes. Todo lo que sea necesario para intentar que cometan la menor cantidad posible de errores, para que aprendan a distinguir lo que está bien de lo que está mal, para que no se hagan daño a si mismas y a los demás.

Pero, en momentos como éste, me entran ganas de saltarme las normas, de disfrutar sin más cada segundo de su compañía, de consentirlas y de extraer todo el cariño que sean capaces de darme, incluso con malas artes y sobornos. 

Al final me pierde el sentido común, me doy cuenta de que es una actitud muy egoísta y que, en el fondo, está mal.

A veces me gustaría ser menos racional y poder vivir todo el tiempo como en esas fotos: con una eterna sonrisa y disfrutando de esos abrazos como si fueran lo único importante.

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lunes, 16 de febrero de 2009

Alegrías

El otro día me dijo una amiga que sólo escribo cosas tristes y, mirándolo un poco, llegué a la conclusión de que es verdad. 

Incluso cuando intento escribir sobre algo alegre, o al menos positivo, me sale un regusto melancólico. Fijaros bien, el último post intentaba contar en positivo que, con los años, parezco ir aprendiendo a tomarme las cosas con un poco más de humor y relajación, pero no he podido evitar traer al frente un recuerdo triste que parece haberlo teñido todo.

Así que llevo unos días dándole vueltas a la razón por la que, la mayor parte de las cosas que escribo y, me temo, de las que se escriben en general, tienden a ser tristes, a hablar de pérdidas.

Y, como no podía ser menos, he desarrollado una pequeña teoría que quería contaros. Creo que lo que sucede es que, cuando vivo los episodios alegres, tengo la sensación de que las cosas fluyen de una forma tan natural, tan inconsciente, que parecen no estar pasando, en el sentido de que dejan huellas muy ligeras, imperceptibles.

En cambio, la melancolía, la sensación de pérdida, la tragedia incluso, tienen los bordes bien marcados. Dejan cicatrices que no se difuminan tan fácilmente.

Un día de mar en calma, dulce y placentero se confunde entre muchos otros días felices y somos tan estúpidos que, al cabo de un tiempo, llegamos a pensar que no han existido. Sólo cuando perdemos esa felicidad, cuando la echamos de menos, nos damos cuenta de lo que ya no está ahí. Somos capaces de ver el hueco que ha dejado vacío algo que no conseguíamos ver cuando lo teníamos delante de nuestras narices.

Las cosas se ven, no sé si mejor, pero sí más, desde la pérdida.

Por eso, la vida recordada tiende a parecer una sucesión de pérdidas, cuando en realidad ha sido una cadena de hallazgos, imagino que la mayor parte positivos.

Lo confieso, recordar momentos felices suele parecerme cursi o sensiblero. A veces lo hago, cuando nadie se da cuenta, pero, cuando escribo, me parece que aprendo más de las pérdidas, los fracasos, las ausencias, los desencuentros, las lágrimas, ... Me parece más literario, más auténtico, más intenso, ...

Cuando estás alegre, vives.

Cuando estás melancólico, escribes.

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jueves, 5 de febrero de 2009

Hacerse mayor


Un día cualquiera por la mañana. Espero al metro para ir a trabajar. 

En el andén, sentado en un banco, un hombre de edad imprecisa, quizás un poco más joven que yo.  Bajo su cazadora, viste ropas que parecen de operario y botas reforzadas de seguridad. Tiene el pelo, más largo de lo habitual, recogido en una coleta y, en la mano, sujeta un cómic de Mortadelo y Filemón, de esos gordos que recopilan varias historietas.

No puedo evitar quedarme mirándolo mientras ríe a carcajadas, como sí la vida fuera algo sencillo y sólo lo inmediato, la historieta que lee en ese momento, tuviera importancia.

No puedo evitar mirarlo, ni envidiarlo.

No puedo evitar preguntarme dónde se quedó mi infancia inocente y despreocupada.

Cuando llega el metro, un día más abarrotado, y me encajo entre el resto de seres humanos somnolientos y cargados de responsabilidades y preocupaciones que parecen poblar ese pequeño microcosmos, me doy cuenta de que, de nuevo, me estoy engañando. 

Yo no tuve nunca una infancia inocente y despreocupada o, si la tuve, ya no la recuerdo.

Me recuerdo siempre cargado de consciencia, sentido común, obligaciones, responsabilidades, miedos, sentimientos de culpabilidad, ... o cualquier otra cosa de esas que ahora mismo daba por hecho que sólo sienten los adultos.

A veces pienso, y creo que alguno ya me habréis oído decirlo, que yo nací ya bastante mayor. Sólo hace falta mirar alguna de mis fotos de niño, con cuatro seis u ocho años. Siempre serio. A veces hasta triste. Y también pienso que me hice todo lo mayor y responsable que se  puede llegar a ser a los dieciocho o diecinueve años. Y que, por suerte, a partir de ese momento, no me quedó más remedio que empezar a ser menos responsable y serio. Y que tuve que pasar por reírme un poco de mi mismo y mi seriedad, hacerme más gamberro y menos formal, para poder madurar. Para poder empezar a tener las cosas menos claras y hacerme más tolerante a los fallos. A los míos y a los de los demás. 

Desde entonces no sé si he sido más feliz, pero creo que me lo he pasado mejor y he estado menos veces triste, aunque no niego que, con frecuencia, he vuelto a estar preocupado. 

Pero he visto y sigo viendo todavía como los grandes dramas suelen tener un día siguiente en el que las cosas vuelven a andar, más o menos. He visto como muchas de las que parecían caídas en picado hacia el abismo acababan en una remontada, si no digna, al menos esperanzadora.

Así que, con el tiempo, igual puedo conseguir sentarme una mañana en el anden del metro a leer un cómic y reírme de la vida, sin otra preocupación que lo inmediato.

Igual hacerse mayor tiene su lado bueno.

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lunes, 19 de enero de 2009

Principios

Tengo la sensación de que este año no quiere empezar de verdad o que empieza de una forma perezosa, como arrastrando lastres del pasado.

Aunque igual es una sensación subjetiva.

Mirándolo bien, me estoy dando cuenta de que el nuevo año, ciclo, o como queramos llamarlo, se nos está echando encima con sus cambios, novedades y pequeñas revoluciones, que acompañan a las rutinas de siempre.

Cambios en las relaciones. Pequeños secretos a voces que afloran a la superficie. Un poco de  dolor. Algo de alivio. Necesidad de volver a enfrentar la situación vital y los problemas del día a día. Todo ello si esa sensación de tregua que las vacaciones y el final de año parecen darnos, aunque no nos demos cuenta mientras duran.

Definitivamente, creo que el que no arranca soy yo. Pero las cosas a mi alrededor ya han arrancado y avanzan a toda velocidad.

¿Hacia dónde?

Eso mismo quisiera saber yo.

En mañanas como ésta, mientras me dirijo al trabajo, tengo la tentación de pensar que hacia algún  precipicio.

Igual es mejor tomar un café, despejarme y ver si sólo se trata del principio del día laboral, siempre desazonador, que se suma al desconcierto del principio del año.

Nada que no se cure con un poco de tiempo.

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viernes, 9 de enero de 2009

Días raros


Éstas últimas semanas han sido unos días raros: me apetecía escribir muchas cosas y no he sido capaz de escribir ni un solo post realmente nuevo para este blog desde hace varias semanas.

La verdad es que no ayuda mucho esto de haber estado de un lado para otro, en casas prestadas, sin ordenador, sin Internet.

Una vez leí o escuche, creo que a  Vargas Llosa, que la inspiración existe, pero te tiene que pillar trabajando para que sirva para algo. 

Tener una idea brillante mientras te duchas o cuando te despiertas fuera de tu casa sirve para distraerte y tardar un poco más en ducharte o levantarte, pero casi nunca se acaba transformando en algo productivo y real, si no puedes ponerte a escribirlo en los quince o treinta minutos inmediatos. 

Así que últimamente empiezo a pensar en comprar un miniordenador o una grabadora o algo que me permita guardar en un soporte estable lo que acabo de pensar, casi en el mismo momento en que se me ocurra, porque confieso que tengo una facilidad pasmosa para olvidar los detalles de cosas que había imaginado con muchísima nitidez.

Aunque, pensándolo bien, igual la solución es más sencilla y puedo recuperar la vieja idea de utilizar el papel para escribir las cosas que se me ocurren cuando no tengo un ordenador a mano. 

También es verdad que ya no estoy seguro de si seré capaz de escribir algo que no sea la lista de la compra en un papel. Cada día me cuesta más no poder borrar  o incrustar nuevo texto en una frase que acabo de escribir. 

Ahora casi me parece mentira que pasara los primeros veintitrés años de mi vida sin tocar un ordenador.

Pero, por otra parte, viendo mi letra, ya se veía venir que mi relación con los manuscritos no tenía muy buenas perspectivas.

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