martes, 13 de mayo de 2008

Lucía y los hombres del traje gris

Varias veces, estando en alguna tierra próxima al Mediterráneo, he pensado que igual sí hay algo especial en la forma de ser mediterránea. Algo que acerca a los mediterráneos a los sentimientos y pasiones. Al mismo tiempo, me he preguntado si no será sólo un empacho de estudios clásicos y de lenguas muertas el que me hace pensar en el drama apasionado como algo más mediterráneo que de ningún otro sitio.

En cualquier caso, hoy no es muy importante si es verdad o mentira. Porque hoy me viene bien pensar que hay algo especial en ese mar mediterráneo; algo que da una atmósfera también especial, llena de aromas y pasiones, a una historia que estoy intentando recordar, reavivar, para contárosla aquí.

Confieso que he pensado en hacerlo varias veces, pero siempre me ha dado miedo. En este caso no se trata de pudor, ya que yo no soy protagonista directo, sólo espectador. Es miedo a no saber atrapar en un texto los matices, sentimientos y sugerencias que para mí tuvo la historia. Hoy, escuchando esta música llena de resonancias mediterráneas, parece que me siento capaz de intentarlo.

Sucedió hace ya unos años. Estaba en Barcelona, en compañía de mi jefe de entonces. Una persona con la que no tenía una mala relación, pero, desde luego, no se puede decir que fuéramos amigos y, mucho menos, que fuera alguien adecuado para compartir con él una experiencia asociada a los sentimientos y las pasiones.

Era un día previsiblemente normal. Viaje de trabajo. Uniforme de trabajo. Visita a unos clientes potenciales, más bien poco potenciales. Máscara de personas encantadoras, competentes, ellos y, especialmente, nosotros, obligados a parecer "jóvenes aunque sobradamente preparados", ... Mundo "powerpoint", en definitiva. Nada de lo que sentirse especialmente orgulloso ni que fuera a dejar ninguna huella especial en ese día, por lo demás gris y un poco triste.

Salíamos, aliviados por la sensación de trabajo cumplido, de un gran recinto cultural encerrado en un barrio antiguo y con trazas de marginalidad en las calles que lo rodeaban. Huyendo en parte de la mediocridad del día y deseosos, al menos yo, de coger cuanto antes un avión a Madrid, de volver a nuestras casas, a nuestras vidas personales, a estar con personas a las que queríamos de verdad y haciendo cosas que nos interesaban de verdad, como besar, leer, cocinar, acariciar, ...

De forma descuidada, pensando que era un gesto más de los miles que ya llevaba hechos de ese tipo y que he seguido haciendo desde entonces, levanté la mano que me dejaba libre el maletín para parar, antes de que se escapara, un taxi que arrancaba después de dejar a alguien unos metros más atrás. Parecía un gesto inofensivo, dirigido a un taxi vulgar, pero aquel era un taxi muy especial. Un taxi que encerraba una gran historia de amor, apasionada y, al menos en parte, fracasada, como siempre han sido las historias de amor que nos han conmovido.


...


«No he podido evitarlo. Y mira que me da vergüenza reconocerlo. Cuando ellos se han montado en el taxi, yo todavía estaba en una nube.

» Recuerdo una vez siendo niño. Estaba sentado en la rama de una higuera, recogiendo y comiendo higos maduros, dulces y robados. Envuelto en ese placer clandestino, íntimo, dulce y atemporal de las cosas que no compartes con nadie pero que hace mucho tiempo que soñabas con alcanzar. De repente la rama se rompió y, casi sin saber cómo, en menos de un segundo estaba en el suelo. Más sorprendido que dolorido, con la sensación de placer aun tan viva que casi no era capaz de comprender que estaba en el suelo, de sentir el dolor.

» Así estaba cuando han entrado ellos, se han sentado en el asiento de atrás y han dicho "al aeropuerto, por favor", como tantas otras veces me ha sucedido. Eran dos hombres jóvenes, no sé cómo de jóvenes, pero estoy casi seguro de que podrían haber sido mis hijos si la historia que acababa de revivir hacía unos minutos hubiera llegado a buen puerto.

» Dos hombres normales, fáciles de confundir con los miles de ejecutivos de traje gris y corbata discreta que he llevado al aeropuerto desde hace más de veinte años. Sin embargo, tengo la impresión de que no los olvidaré nunca. Quizás olvide sus caras, además no conozco sus nombres, ni dónde viven, aunque imagino que en Madrid. Casi ni recuerdo sus voces, pero creo que los recordaré siempre de una forma especial, porque son las primeras y únicas personas que saben que la amé y que aun la amo. Que sigo enamorado de ella como sólo puede estarlo un niño que está descubriendo los sentimientos y las pasiones, de esa forma incondicional y tan intensa que parece que no deja hueco en tu vida para nada más.

» No he podido evitar decirles, después de pedir perdón por hacerlo, que hoy he vuelto a verla. Que ella es el amor de mi vida. Que la quiero desde hace casi ya cincuenta años. Que no he podido dejar de pensar en ella, ni un solo día, desde aquellos del verano de mil novecientos cincuenta y cinco. El verano que ella pasó con su familia en el pueblo de la costa en el que yo nací y en el que mi padre tenía la única panadería que había entonces.

» Les he contado que ella era una bonita niña de Barcelona que empezaba a ser mujer a sus, imagino, trece o catorce años y que yo era el adolescente soñador que le entregaba todos los días el pan a la puerta del piso de la playa que habían alquilado para pasar aquel único verano.

» Era algo que hacía todos los veranos desde los diez años, pero ayudar al negocio familiar en esos meses siempre había supuesto una tortura para mí. Tímido por naturaleza, prefería pasear por los acantilados, lejos de la playa llena de bañistas llegados de Barcelona, o subir a la azotea de nuestra casa y pasar las horas muertas mirando el horizonte y soñando con viajar, con huir de este pueblo y recorrer el mundo como los héroes de los relatos que tanto me gustaba leer cuando no estaba soñando. Recuerdo que lo único que no entendía de esos relatos era el empeño que tarde o temprano tenían todos los héroes por acabar en brazos de una mujer. Me costaba imaginar por qué casi todas esas historias tenían que acabar en matrimonio con la chica rescatada.

» Aquel primer día lo entendí todo. El mundo se hizo distinto a partir del momento en que ella abrió la puerta. Ella era la princesa de esos relatos. Ojos azules, cabellos dorados revueltos, enmarcando una sonrisa tan dulce que todavía hoy me hace sonreír y me estremece de angustia y placer al añorarla. Entonces entendí, sin saber que era lo que me estaba pasando, lo que hacía que los héroes volvieran siempre al puerto aunque el mar estuviera lleno de aventuras y camaradería, de secretos y tesoros. Descubrí que había miradas que te hacían temblar de miedo y placer a la vez. Que podías sentirte insignificante y capaz de comerte el mundo al mismo tiempo. Que todo era posible y que los sueños existían. Que respirar podía llegar a resultar muy difícil cuando tienes un agujero en el pecho y el corazón golpeando dentro de él con una fuerza hasta entonces desconocida.

» No sé cuantos minutos pasé allí delante de esa puerta abierta, de aquella muchacha que, a partir de ese momento iba a ser algo inseparable de mi mismo.

» Cuando al fin conseguí decir algo, balbuceé algo incomprensible, le entregué el pedido que habían hecho y me di la vuelta a todo correr para evitar que viera mi cara que, a la fuerza, tenía que reflejar aquel terremoto que yo había sentido dentro de mí.

» A partir de ese día y durante los casi dos meses que pasaron ella y su madre allí, acompañadas algunas semanas por su padre, repartir los pedidos fue para mí el mayor de los placeres, el reto más heroico, la aventura más gratificante. Cada día me acercaba a su puerta con el corazón alborotado, pero, poco a poco, fui consiguiendo dominarme y disfrutar más del momento. Hasta conseguí entablar alguna conversación trivial sobre el clima o las actividades veraniegas del pueblo, que comenzaron a interesarme sólo para poder tener algo de lo que hablar con ella, mientras le entregaba el pan e intentaba de forma furtiva rozar sus dedos.

» Ese año también empecé a ir a la playa, sólo para espiarla de lejos, para verla pasear hasta el agua, nadar un poco, y volver a salir del agua. Allí, además del amor, descubrí el sexo como parte del amor. Tumbado boca abajo en la arena, sentía, avergonzado al principio y mucho más relajado unas semanas después, como una fuerza incontrolable tomaba el control de mi sexo y lo ponía duro como jamás pensé que pudiera llegara estar. Confieso que ya había tenido antes alguna erección, pero eran cosas aleatorias, sin una relación clara entre causa y efecto. Erecciones espontáneas mientras dormía que la educación religiosa y represiva de aquellos años, me hacían percibir como algo sucio y feo.

» Aquel año, en la playa, intuí que el sexo también podía estar unido a la belleza, que no era incompatible con la adoración y que, incluso, ganaba si se mezclaba con el amor.

» Ese verano, la vida empezó a tener otro sentido para mí. Aunque no llegué a acercarme en serio y limité mi contacto con ella a esa entrega casi protocolaria del pedido diario, por culpa de ella decidí muchas cosas que han hecho que llegue a ser lo que soy. Que hoy esté conduciendo este taxi en Barcelona del que se acaban de bajar esos dos hombres hasta ahora desconocidos y que creo que empezarán a estar unidos en parte al recuerdo de ella.

» Ese año decidí que mi gran aventura iba a ser ir a vivir, como fuera, a Barcelona. Renuncié a seguir con el negocio familiar una vez que mis padres se jubilaran y han sido mi hermana pequeña y su marido los que han mantenido abierta la vieja panadería de mis padres hasta hoy mismo. Tan pronto como me fue posible, huí tras ella, contra el criterio de mis padres y ganándome su incomprensión hasta el mismo día en que se murieron, sin saber por qué lo había hecho. Todavía hoy, mi hermana sigue considerándome un poco raro y aunque ya me ha perdonado, sigue sin entender por qué después de hacer la mili, por suerte en Barcelona, aproveché que había aprendido a conducir allí para quedarme trabajando de chófer, primero de camiones de reparto y con los años y los ahorros para comprar coche y licencia, de un taxi con el que me puse a recorrer la ciudad, con el único objetivo desde entonces de encontrarla algún día y confesarle mi amor.

» Desde entonces he hecho muchos kilómetros, tenido algunas aventuras pasajeras con mujeres de las que nunca llegué a estar enamorado y leído muchos libros, ya que es a lo que dedico esta vida solitaria cuando no conduzco, a leer todo tipo de libros, especialmente novelas. Leo en las bibliotecas. Leo los libros que se olvidan en el taxi. Leo libros que compro de forma compulsiva y desordenada en los puestos callejeros. Creo que puedo decir que he sido feliz y que, aunque no llegué a vivir mi historia de amor con ella, he vivido muchas otras en los libros en los que confieso, también he ido siempre buscándola.

» Ya no queda casi nada de aquel adolescente que se enamoró perdidamente de ella, pero hoy, cuando se ha subido en mi taxi, tras casi cincuenta años, no he podido dejar de sentirme como aquel adolescente que fui. He esperado a que hablará para que su voz me confirmara que lo que yo había creído reconocer en esa señora madura, no era una más de las múltiples percepciones equivocadas que he tenido durante todos estos años.

» Y su voz me lo ha confirmado.

» Debajo de las arrugas, de ese aspecto elegante, pero similar al de muchas otras mujeres de clase media de esta ciudad, yo había visto los rasgos de la muchacha que una vez fue y su voz seguía conservando ese timbre inconfundible, especial. Mi corazón ha dado un vuelco de nuevo, como aquel día, y por unos segundos he pensado que me iba a dar un infarto e iba a morir allí mismo, delante de su mirada horrorizada. Afortunadamente he conseguido comportarme como una persona civilizada. Nunca llegué a saber su nombre, aunque cuando escuché por primera vez a Serrat cantar "Lucía", decidí que ella era mi Lucía y, para mi mismo, empecé a llamarle así. Hoy he estado a punto de llamarle Lucía cuando le he contado que yo era originario de mi pueblo; y que allí repartía el pan los veranos; y que creía que ella era una muchacha que había pasado allí un verano; y que yo la llevaba el pan todas las mañanas. Ha tardado unos segundos en recordarlo o, al menos, en decir algo. Quizá estaba tan sorprendida que no sabía qué hacer, ni qué pensar. A lo mejor ha llegado a pensar que yo estaba loco. Pero después de esos instantes de desconcierto, he notado en sus ojos reflejados en el retrovisor y en el timbre rejuvenecido de su voz, que volvía a aquel verano de su adolescencia. Quizás, como a mí, le ha parecido que este día gris de ciudad recuperaba algo de la luz ingenua de aquel verano, de ese tiempo muerto y muy vivo a la vez de los veranos de la infancia y adolescencia.

» Ella ha estado muy correcta. Me gustaría poder decir que ha llorado y que, entre hipidos, me ha confesado que ella también me amaba y que nunca me había olvidado después de aquel verano. Pero la vida no es así. No es fácil hacer coincidir a más de un loco al mismo tiempo en un taxi y hoy ese papel estaba reservado para mí. Creo que sí que puedo decir que no mentía cuando me ha dicho que sí me recordaba y que también era sincera la actitud cariñosa y nostálgica con la que escuchaba mi historia. No me engaño y sé que cuando me ha dicho que el local delante del que nos hemos parado, una confitería elegante y clásica, era suyo y que allí podía encontrarla si necesitaba cualquier cosa, estaba simplemente siendo amable, quizás abrumada y un poco asustada por una adoración que ella no había solicitado ni esperado.

» Al llegar a su destino, cuando me he negado a cobrarle la carrera, ella me ha dado la mano y he notado que la dejaba ahí más tiempo de lo normal, como dudando, antes de tirar suavemente, pero con firmeza, para acercar mi mejilla y depositar en ella un beso ingenuo, infantil y maternal al mismo tiempo.

» Mi historia con ella ha acabado, esta vez creo que para siempre, de la misma forma que empezó. Me he vuelto a ruborizar y, al final, he olvidado preguntarle su verdadero nombre, arrancando un poco bruscamente mientras ella se alejaba, casi huía, creo que esta vez también un poco avergonzada de su atrevimiento.

» Para mí seguirá siendo Lucía, la que nunca he tenido y la que perdí.

» Es curioso, tantos años esperando a que suceda algo y tiene que suceder cuando ya había tirado la toalla. Hace poco más de un mes, cuando cumplí los sesenta, decidí de forma solemne que esto era una estupidez y que ya estaba bien de seguir persiguiendo el mismo sueño desde los quince años.

» Luego se han subido ellos dos al taxi. Hemos llegado al aeropuerto, pero no sabría decir que trayecto hemos seguido, ni si había tráfico o no. Supongo que los años de profesión sirven para algo y el piloto automático ha hecho su trabajo. Mientras tanto yo sólo podía pensar en ella y en lo que me acababa de pasar.

» Ahora estoy en mi taxi, a una orilla del camino, completamente desorientado. Hace unos minutos, tal vez muchos, que estoy aquí sentado, sin saber qué hacer con mi vida. Mezclando la alegría de haberla vuelto a ver con la certeza de que éste es el final.

» Todavía quiero a esa muchacha que conocí, aunque no estoy seguro de poder seguir amando a esa señora que he visto hoy»


...


«Tiene cojones. Te levantas a las cinco de la madrugada. Coges un taxi, después un avión, después otro taxi y llegas a visitar a unos estirados de mierda, que te miran por encima del hombro, snobs y pretenciosos como si hubieran descubierto la ciencia ellos mismos y tú sólo fueras un pobre vendedor, un pequeño estafador de feria, que se quiere hacer pasar por alguien de su círculo.

» Después de aguantar durante un par de horas su mirada condescendiente y su falsa amabilidad e interés, mientras C. hacía su exposición, salimos a la calle deseando huir cuanto antes hacia el aeropuerto y paramos un taxista loco.

» Bueno, loco del todo igual no estaba. Pero un poco tarado sí. Mira que nos empieza a contar su vida. Hay cosas que te pasan y no te las puedes creer. El tío parecía recién salido de una novela de esas inverosímiles de García Márquez. Nos aseguraba que lleva pillado con la misma tía desde hace casi cincuenta años. Imagino que puro amor desbordado, como de bolero, pero a la catalana. Pero lo peor de todo es que era un amor platónico y que no la había visto, ni oído, desde entonces. N
i siquiera sabía exactamente quien era

» Y resulta que la acababa de ver. Que se había subido a su taxi justo antes que nosotros y se acababa de bajar unos metros más atrás del lugar donde nos ha recogido. Por un momento he pensado que el tío estaba jarú y que esta misma historia se la iba contando a todo el mundo. Después de los años que llevo conociendo personajes increíbles al volante de un taxi, en Madrid y en otras ciudades, he pensado que Barcelona también tiene derecho a su cuota de taxistas raritos. Luego he pensado que igual había bebido, lo que es casi peor.

» Pero la cosa es que el buen hombre era muy educado y parecía bastante normal, salvo por el detalle de que nos estaba contando aquella historia. Sí que es verdad que ha empezado muy poco a poco y pidiendo disculpas por no poder evitar callarse. Estoy por decir que, si C. no le llega a dar pie para seguir, hasta puede que se hubiera callado. Yo le miraba a él y luego a C. y la verdad es que, poco a poco, he empezado a creerme lo que estaba contando.

» Menuda mierda. Al final estaba a punto de ponerme tierno y darle un abrazo al pobre hombre. Lo he visto tan solo en esa historia de amor desesperado (y desesperante), que parecía sacado de una película. Si no era verdad lo que nos contaba, el tío es un actor cojonudo.

» La cosa es que al final sospecho que a C. también le han entrado ganas de darle un abrazo, más que nada por la cara de entregado a la causa que se le iba poniendo según el viejo nos contaba cómo había pasado todos estos años buscándola o mejor, esperando a que apareciera. Al final ni él ni yo nos hemos atrevido a hacerlo. Como tíos moderados y discretos que somos, nos hemos bajado del taxi sin demasiada ceremonia, balbuceando algo parecido a un mensaje de ánimo para este hombre, pero sin atrevernos siquiera a darle un buen apretón de manos.

» Tiene cojones la cosa. Sales de casa desanimado, pensando que vas a vivir un día hipócrita haciéndote el amable con personas a las que, en el fondo, desprecias y que sabes que van hacer lo mismo contigo y resulta que luego vuelves a casa desanimado de nuevo, pero esta vez porque, para una vez que conoces a alguien de carne y hueso, necesitado de un gesto, de algo de cariño, no eres capaz de reaccionar a tiempo.

» Al final, C. y yo hemos hecho el resto del viaje, incluida la espera en el aeropuerto, muy callados, con la nariz hundida en nuestros periódicos, cada uno como con miedo a que el otro se diera cuenta de que nos hemos puesto un poco tiernos y nostálgicos con la historia del taxista.

» Y para redondear el día, estoy encerrado en un taxi de nuevo, atrapado en un atasco mientras la noche se vuelve más y más oscura. Tengo que confesar que echo de menos al taxista enamorado de Barcelona. Éste de ahora es uno de modelo estándar. Por el olor, fuma puros en el coche, aunque ahora no lo está haciendo, y no es partidario de limpiarlo o ventilarlo muy a menudo.

» Menos mal que, por lo menos, le ha dado por poner deportes en la radio. Creo que si me llega a tocar uno facha, con el profeta de turno en la emisora de siempre e intentando meterme en una charla sobre política, hoy me había metido y la habíamos armado.

» Después de un prólogo poético, no estoy para que me toquen los cojones con prosas tendenciosas.»

...





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[No he podido evitarlo: unos meses después, hoy es 21 de septiembre, he hecho unas pequeñas correcciones y tengo una "versión dos" de ese post, que pongo aquí, a continuación. Algún día igual me decido por una de las dos, o por una tercera, y borro lo que sobre.]
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Lucía y los hombres del traje gris (versión 2)


Sucedió hace ya unos años. Estaba en Barcelona, en compañía de mi jefe de entonces. Una persona con la que no tenía una mala relación, pero, desde luego, no se puede decir que fuéramos amigos y, mucho menos, que fuera alguien adecuado para compartir con él una experiencia asociada a los sentimientos y las pasiones.

Era un día normal. Viaje de trabajo. Uniforme de trabajo. Visita a unos clientes potenciales, más bien poco potenciales. Máscara de personas encantadoras, competentes, ellos y, especialmente, nosotros, obligados a parecer "jóvenes aunque sobradamente preparados", ... Mundo "powerpoint", en definitiva. Nada de lo que sentirse especialmente orgulloso ni que fuera a dejar ninguna huella especial en ese día, por lo demás gris y un poco triste.

Salíamos, aliviados por la sensación de trabajo cumplido, de un gran recinto cultural encerrado en un barrio antiguo y con trazas de marginalidad en las calles que lo rodeaban. Huyendo en parte de la mediocridad del día y deseosos, al menos yo, de coger cuanto antes un avión a Madrid, de volver a nuestras casas, a nuestras vidas personales, a estar con personas a las que queríamos de verdad y haciendo cosas que nos interesaban de verdad, como besar, leer, cocinar, acariciar, ...

De forma descuidada, pensando que era un gesto más de los miles que ya llevaba hechos de ese tipo y que he seguido haciendo desde entonces, levanté la mano que me dejaba libre el maletín para parar, antes de que se escapara, un taxi que arrancaba después de dejar a alguien unos metros más atrás. Pero era un taxi muy especial. Un taxi que encerraba una gran historia de amor apasionada y, al menos en parte, fracasada, como siempre han sido las historias de amor que nos han conmovido.


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«No he podido evitarlo. Y mira que me da vergüenza reconocerlo. Cuando ellos se han montado en el taxi, yo todavía estaba en una nube.

» Recuerdo una vez siendo niño. Estaba sentado en la rama de una higuera, recogiendo y comiendo higos maduros, dulces y robados. Envuelto en ese placer clandestino, íntimo, dulce y atemporal de las cosas que no compartes con nadie pero que hace mucho tiempo que soñabas con alcanzar. De repente la rama se rompió y, casi sin saber cómo, en menos de un segundo estaba en el suelo. Más sorprendido que dolorido, con la sensación de placer aun tan viva que casi no era capaz de comprender que estaba en el suelo, de sentir el dolor.

» Así estaba cuando han entrado ellos, se han sentado en el asiento de atrás y han dicho "al aeropuerto, por favor", como tantas otras veces me ha sucedido. Eran dos hombres jóvenes, no sé cómo de jóvenes, pero estoy casi seguro de que podrían haber sido mis hijos si la historia que acababa de revivir hacía unos minutos hubiera llegado a buen puerto.

» Dos hombres normales, fáciles de confundir con los miles de ejecutivos de traje oscuro y corbata discreta que he llevado al aeropuerto desde hace más de veinte años. Sin embargo, tengo la impresión de que no los olvidaré nunca. Quizás olvide sus caras. Además no conozco sus nombres, ni dónde viven, aunque imagino que en Madrid. Casi ni recuerdo sus voces, pero creo que los recordaré siempre de una forma especial, porque son las primeras y únicas personas que saben que la amé y que aun la amo. Que sigo enamorado de ella como sólo puede estarlo un niño que está descubriendo los sentimientos y las pasiones, de esa forma incondicional y tan intensa que parece que no deja hueco en tu vida para nada más.

» No he podido evitar decirles, después de pedir perdón por hacerlo, que hoy he vuelto a verla. Que ella es el amor de mi vida. Que la quiero desde hace casi ya cincuenta años. Que no he podido dejar de pensar en ella, ni un solo día, desde aquellos del verano de mil novecientos cincuenta y cinco. El verano que ella pasó con su familia en el pueblo de la costa en el que yo nací y en el que mi padre tenía la única panadería.

» Les he contado que ella era una bonita niña de Barcelona, que empezaba a ser mujer, a sus, imagino trece o catorce años y que yo era el adolescente soñador que le entregaba todos los días el pan a la puerta del piso de la playa que habían alquilado para pasar aquel único verano.

» Era algo que hacía todos los veranos desde los diez años, pero ayudar al negocio familiar en esos meses siempre había supuesto una tortura para mí. Tímido por naturaleza, prefería pasear por los acantilados, lejos de la playa llena de bañistas llegados de Barcelona, o subir a la azotea de nuestra casa y pasar las horas muertas mirando el horizonte y soñando con viajar, con huir de este pueblo y recorrer el mundo como los héroes de los relatos que tanto me gustaba leer cuando no estaba soñando. Recuerdo que lo único que no entendía de esos relatos era el empeño que tarde o temprano tenían todos los héroes por acabar en brazos de una mujer. Me costaba imaginar por qué casi todas esas historias tenían que acabar en matrimonio con la chica rescatada.

» Aquel primer día lo entendí todo. El mundo se hizo distinto a partir del momento en que ella abrió la puerta. Ella era la princesa de esos relatos. Ojos azules, cabellos dorados revueltos, enmarcando una sonrisa tan dulce que todavía hoy me hace sonreír y me estremece de angustia y placer al añorarla. Entonces entendí, sin saber que era lo que me estaba pasando, lo que hacía que los héroes volvieran siempre al puerto aunque el mar estuviera lleno de aventuras y camaradería, de secretos y tesoros. Descubrí que había miradas que te hacían temblar de miedo y placer a la vez. Que podías sentirte insignificante y capaz de comerte el mundo al mismo tiempo. Que todo era posible y que los sueños existían. Que respirar podía llegar a resultar muy difícil cuando tienes un agujero en el pecho y el corazón golpeando dentro de él con una fuerza hasta entonces desconocida.

» No sé cuantos minutos pasé allí delante de esa puerta abierta, de aquella muchacha que, a partir de ese momento iba a ser algo inseparable de mi mismo.

» Cuando al fin conseguí decir algo, balbuceé algo incomprensible, le entregué el pedido que habían hecho y me di la vuelta a todo correr para evitar que viera mi cara que, a la fuerza, tenía que reflejar aquel terremoto que yo había sentido dentro de mí.

» A partir de ese día y durante los casi dos meses que pasaron allí ella y su madre, acompañadas algunas semanas por su padre, repartir los pedidos fue para mí el mayor de los placeres, el reto más heroico, la aventura más gratificante. Cada día me acercaba a su puerta con el corazón alborotado, pero, poco a poco, fui consiguiendo dominarme y disfrutar más del momento. Hasta conseguí entablar alguna conversación trivial sobre el clima o las actividades veraniegas del pueblo, que comenzaron a interesarme sólo para poder tener algo de lo que hablar con ella, mientras le entregaba el pan e intentaba de forma furtiva rozar sus dedos.

» Ese año también empecé a ir a la playa, sólo para espiarla de lejos, para verla pasear hasta el agua, nadar un poco, y volver a salir del agua. Allí, además del amor, descubrí el sexo como parte del amor. Tumbado boca abajo en la arena, sentía, avergonzado al principio y mucho más relajado unas semanas después, como una fuerza incontrolable tomaba el control de mi sexo y lo ponía duro como jamás pensé que pudiera llegara estar. Confieso que ya había tenido antes alguna erección, pero eran cosas aleatorias, sin una relación clara entre causa y efecto. Erecciones espontáneas mientras dormía, que la educación religiosa y represiva de aquellos años, me hacían percibir como algo sucio y feo.

» Aquel año, en la playa, intuí que el sexo también podía estar unido a la belleza, que no era incompatible con la adoración y que, incluso, ganaba si se mezclaba con el amor.

» Ese verano, la vida empezó a tener otro sentido para mí. Aunque no llegué a acercarme a ella en serio y limité mi contacto a esa entrega casi protocolaria del pedido diario, por culpa de ella decidí muchas cosas que han hecho que llegue a ser lo que soy, que hoy esté conduciendo este taxi en Barcelona del que se acaban de bajar esos dos hombres hasta ahora desconocidos y que creo que empezarán a estar unidos en parte al recuerdo de ella.

» Ese año decidí que mi gran aventura iba a ser ir a vivir, como fuera, a Barcelona. Renuncié a seguir con el negocio familiar una vez que mis padres se jubilaran y han sido mi hermana pequeña y su marido los que han mantenido abierta la vieja panadería de mis padres hasta hoy mismo. Tan pronto como me fue posible, huí tras ella, contra el criterio de mis padres y ganándome su incomprensión hasta el mismo día en que se murieron, sin saber por qué lo había hecho. Todavía hoy, mi hermana sigue considerándome un poco raro y, aunque ya me ha perdonado, sigue sin entender por qué después de hacer la mili, por suerte en Barcelona, aproveché que había aprendido a conducir allí para quedarme trabajando de chófer, primero de camiones de reparto y con los años y los ahorros para comprar coche y licencia, de un taxi con el que me puse a recorrer la ciudad, con el único objetivo de encontrarla algún día y confesarle mi amor.

» Desde entonces he hecho muchos kilómetros, tenido algunas aventuras pasajeras con mujeres de las que nunca llegué a estar enamorado y leído muchos libros, ya que es a lo que dedico esta vida solitaria cuando no conduzco, a leer todo tipo de libros, especialmente novelas. Leo en las bibliotecas. Leo los libros que se olvidan en el taxi. Leo libros que compro de forma compulsiva y desordenada en los puestos callejeros. Creo que puedo decir que he sido feliz y que, aunque no llegué a vivir mi historia de amor con ella, he vivido muchas otras en los libros en los que confieso, también he ido siempre buscándola.

» Ya no queda casi nada de aquel adolescente que se enamoró perdidamente de ella, pero hoy, cuando se ha subido en mi taxi, tras casi cincuenta años, no he podido dejar de sentirme como aquel adolescente que fui. He esperado a que hablará para que su voz me confirmara que lo que yo había creído reconocer en esa señora madura, no era una más de las múltiples percepciones equivocadas que he tenido durante todos estos años.

» Y su voz me lo ha confirmado.

» Debajo de las arrugas, de ese aspecto elegante, pero similar al de muchas otras mujeres de clase media de esta ciudad, yo había visto los rasgos de la muchacha que una vez fue y su voz seguía conservando ese timbre inconfundible, especial. Mi corazón ha dado un vuelco de nuevo, como aquel día, y por unos segundos he pensado que me iba a dar un infarto e iba a morir allí mismo, delante de su mirada horrorizada. Afortunadamente he conseguido comportarme como una persona civilizada.

» Nunca llegué a saber su nombre, aunque cuando escuché por primera vez a Serrat cantar "Lucía", decidí que ella era mi Lucía y, para mi mismo, empecé a llamarle así. Hoy he estado a punto de llamarle Lucía y después le he contado que yo era originario de mi pueblo; y que allí repartía el pan los veranos; y que creía que ella era una muchacha que había pasado allí un verano; y que yo la llevaba el pan todas las mañanas. Ha tardado unos segundos en recordarlo o, al menos, en decir algo. Quizá estaba tan sorprendida que no sabía qué hacer, ni qué pensar. A lo mejor a llegado a pensar que yo estaba loco. Pero después de esos instantes de desconcierto, he notado en sus ojos reflejados en el retrovisor y en el timbre rejuvenecido de su voz, que volvía a aquel verano de su adolescencia. Quizás, como a mí, le ha parecido que este día gris de ciudad recuperaba algo de la luz ingenua de aquel verano, de ese tiempo muerto y muy vivo a la vez de los veranos de la infancia y adolescencia.

» Ella ha estado muy correcta. Me gustaría poder decir que ella, sin poder retener unas lágrimas, me había confesado que ella también me amaba y que nunca me había olvidado después de aquel verano. Pero la vida no es así. No es fácil hacer coincidir a más de un loco al mismo tiempo en un taxi y hoy ese papel estaba reservado para mí. Creo que sí que puedo decir que no mentía cuando me ha dicho que sí me recordaba; y que también era sincera la actitud cariñosa y nostálgica con la que escuchaba mi historia. No me engaño y sé que cuando me ha dicho que el local delante del que nos hemos parado, una confitería elegante y clásica, era suyo y que allí podía encontrarla si necesitaba cualquier cosa, estaba simplemente siendo amable, quizás abrumada y un poco asustada por una adoración que ella no había solicitado ni esperado.

» Al llegar a su destino, cuando me he negado a cobrarle la carrera, ella me ha dado la mano y he notado que la dejaba ahí más tiempo de lo normal, como dudando, antes de tirar suavemente, pero con firmeza, para acercar mi mejilla y depositar en ella un beso ingenuo, infantil y maternal al mismo tiempo.

» Mi historia con ella ha acabado, esta vez creo que para siempre, de la misma forma que empezó. Me he vuelto a ruborizar y, al final, he olvidado preguntarle su verdadero nombre, arrancando un poco bruscamente mientras ella se alejaba, casi huía, creo que esta vez también un poco avergonzada de su atrevimiento.

» Para mí seguirá siendo Lucía, la que nunca he tenido y la que perdí.

» Es curioso, tantos años esperando a que suceda algo y tiene que suceder cuando ya había tirado la toalla. Hace poco más de un mes, cuando cumplí los sesenta, decidí de forma solemne que esto era una estupidez y que ya estaba bien de seguir persiguiendo el mismo sueño desde los quince años.

» Luego se han subido ellos dos al taxi. Hemos llegado al aeropuerto, pero no sabría decir que trayecto hemos seguido, ni si había tráfico o no. Supongo que los años de profesión sirven para algo y el piloto automático ha hecho su trabajo. Mientras tanto, yo sólo podía pensar en ella y en lo que me acababa de pasar.

» Ahora estoy en mi taxi, a una orilla del camino, completamente desorientado. Hace unos minutos, tal vez muchos, que estoy aquí sentado, sin saber qué hacer con mi vida. Mezclando la alegría de haberla vuelto a ver con la certeza de que éste es el final.

» Todavía quiero a esa muchacha que conocí, aunque no estoy seguro de poder seguir amando a esa señora que he visto hoy»


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«Tiene cojones. Te levantas a las cinco de la madrugada. Coges un taxi, después un avión, después otro taxi y llegas a visitar a unos estirados de mierda, que te miran por encima del hombro, snobs y pretenciosos como si hubieran descubierto la ciencia ellos mismos y tú sólo fueras un pobre vendedor, un pequeño estafador de feria, que se quiere hacer pasar por alguien de su círculo. Después de aguantar durante un par de horas su mirada condescendiente y su falsa amabilidad e interés, mientras C. hacía su exposición, salimos a la calle deseando huir cuanto antes hacia el aeropuerto y paramos un taxista loco.

» Bueno, loco del todo igual no estaba. Pero un poco tarado sí. Mira que nos empieza a contar su vida. Hay cosas que te pasan y no te las puedes creer. El tío parecía recién salido de una novela de esas inverosímiles de García Márquez. Nos aseguraba que lleva pillado con la misma tía desde hace casi cincuenta años. Imagino que, puro amor desbordado, como de bolero, pero a la catalana. Pero lo peor de todo es que era un amor platónico y que no la había visto, ni oído
desde entonces. Ni siquiera sabía exactamente quien era.

» Y resulta que la acababa de ver. Que se ha subido a su taxi justo antes que nosotros y se acababa de bajar unos metros más atrás del lugar donde nos ha recogido. Por un momento he pensado que el tío estaba jarú y que esta historia se la iba contando a todo el mundo. Después de los años que llevo conociendo personajes increíbles al volante de un taxi en Madrid, he pensado que Barcelona también tiene derecho a su cuota de taxistas raritos. Luego he pensado que igual había bebido, lo que es casi peor.

» Pero la cosa es que el buen hombre era muy educado y parecía bastante normal, salvo por el detalle de que nos estaba contando aquella historia. Sí que es verdad que ha empezado muy poco a poco y pidiendo disculpas por no poder evitar callarse. Estoy por decir que, si C. no le llega a dar pie para seguir, hasta puede que se hubiera callado. Yo le miraba a él y luego a C. y la verdad es que, poco a poco, he empezado a creerme lo que estaba contando.

» Menuda mierda. Al final estaba a punto de ponerme tierno y darle un abrazo al pobre hombre. Le he visto tan solo en esa historia de amor desesperado (y desesperante), que parecía sacado de una película. Si no era verdad lo que nos contaba, el tío es un actor cojonudo.

» La cosa es que al final sospecho que a C. también le han entrado ganas de darle un abrazo, más que nada por la cara de entregado a la causa que se le iba poniendo según el viejo nos contaba cómo había pasado todos estos años esperándola. Al final ni él ni yo nos hemos atrevido a hacerlo. Como tíos moderados y discretos que somos, nos hemos bajado del taxi sin demasiada ceremonia, balbuceando algo parecido a un mensaje de ánimo para este hombre, pero sin atrevernos siquiera a darle un buen apretón de manos.

» Tiene cojones la cosa. Sales de casa desanimado, pensando que vas a vivir un día hipócrita haciéndote el amable con personas a las que, en el fondo, desprecias y que sabes que van hacer lo mismo contigo y resulta que luego vuelves a casa desanimado de nuevo, pero esta vez porque, para una vez que conoces a alguien de carne y hueso, necesitado de un gesto, de algo de cariño, no eres capaz de reaccionar a tiempo.

» Al final, C. y yo hemos hecho el resto del viaje, incluida la espera en el aeropuerto, muy callados, con la nariz hundida en nuestros periódicos, cada uno como con miedo a que el otro se diera cuenta de que nos hemos puesto un poco tiernos y nostálgicos con la historia del taxista.

» Y para redondear el día, estoy encerrado en un taxi de nuevo, atrapado en un atasco mientras la noche se vuelve más y más oscura. Tengo que confesar que echo de menos al taxista enamorado de Barcelona. Éste de ahora es uno de modelo estándar. Por el olor, cuando no tiene pasajeros, fuma puros en el coche y, además, no es partidario de limpiarlo o ventilarlo muy a menudo.

» Menos mal que, por lo menos le ha dado por poner deportes en la radio. Creo que si me llega a tocar uno facha, con el profeta de turno en la emisora de siempre e intentando meterme en una charla sobre política, hoy me había metido y la habíamos armado.

» Después de un prólogo poético, no estoy para que me toquen los cojones con prosas tendenciosas.»

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