lunes, 16 de febrero de 2009

Alegrías

El otro día me dijo una amiga que sólo escribo cosas tristes y, mirándolo un poco, llegué a la conclusión de que es verdad. 

Incluso cuando intento escribir sobre algo alegre, o al menos positivo, me sale un regusto melancólico. Fijaros bien, el último post intentaba contar en positivo que, con los años, parezco ir aprendiendo a tomarme las cosas con un poco más de humor y relajación, pero no he podido evitar traer al frente un recuerdo triste que parece haberlo teñido todo.

Así que llevo unos días dándole vueltas a la razón por la que, la mayor parte de las cosas que escribo y, me temo, de las que se escriben en general, tienden a ser tristes, a hablar de pérdidas.

Y, como no podía ser menos, he desarrollado una pequeña teoría que quería contaros. Creo que lo que sucede es que, cuando vivo los episodios alegres, tengo la sensación de que las cosas fluyen de una forma tan natural, tan inconsciente, que parecen no estar pasando, en el sentido de que dejan huellas muy ligeras, imperceptibles.

En cambio, la melancolía, la sensación de pérdida, la tragedia incluso, tienen los bordes bien marcados. Dejan cicatrices que no se difuminan tan fácilmente.

Un día de mar en calma, dulce y placentero se confunde entre muchos otros días felices y somos tan estúpidos que, al cabo de un tiempo, llegamos a pensar que no han existido. Sólo cuando perdemos esa felicidad, cuando la echamos de menos, nos damos cuenta de lo que ya no está ahí. Somos capaces de ver el hueco que ha dejado vacío algo que no conseguíamos ver cuando lo teníamos delante de nuestras narices.

Las cosas se ven, no sé si mejor, pero sí más, desde la pérdida.

Por eso, la vida recordada tiende a parecer una sucesión de pérdidas, cuando en realidad ha sido una cadena de hallazgos, imagino que la mayor parte positivos.

Lo confieso, recordar momentos felices suele parecerme cursi o sensiblero. A veces lo hago, cuando nadie se da cuenta, pero, cuando escribo, me parece que aprendo más de las pérdidas, los fracasos, las ausencias, los desencuentros, las lágrimas, ... Me parece más literario, más auténtico, más intenso, ...

Cuando estás alegre, vives.

Cuando estás melancólico, escribes.

...



jueves, 5 de febrero de 2009

Hacerse mayor


Un día cualquiera por la mañana. Espero al metro para ir a trabajar. 

En el andén, sentado en un banco, un hombre de edad imprecisa, quizás un poco más joven que yo.  Bajo su cazadora, viste ropas que parecen de operario y botas reforzadas de seguridad. Tiene el pelo, más largo de lo habitual, recogido en una coleta y, en la mano, sujeta un cómic de Mortadelo y Filemón, de esos gordos que recopilan varias historietas.

No puedo evitar quedarme mirándolo mientras ríe a carcajadas, como sí la vida fuera algo sencillo y sólo lo inmediato, la historieta que lee en ese momento, tuviera importancia.

No puedo evitar mirarlo, ni envidiarlo.

No puedo evitar preguntarme dónde se quedó mi infancia inocente y despreocupada.

Cuando llega el metro, un día más abarrotado, y me encajo entre el resto de seres humanos somnolientos y cargados de responsabilidades y preocupaciones que parecen poblar ese pequeño microcosmos, me doy cuenta de que, de nuevo, me estoy engañando. 

Yo no tuve nunca una infancia inocente y despreocupada o, si la tuve, ya no la recuerdo.

Me recuerdo siempre cargado de consciencia, sentido común, obligaciones, responsabilidades, miedos, sentimientos de culpabilidad, ... o cualquier otra cosa de esas que ahora mismo daba por hecho que sólo sienten los adultos.

A veces pienso, y creo que alguno ya me habréis oído decirlo, que yo nací ya bastante mayor. Sólo hace falta mirar alguna de mis fotos de niño, con cuatro seis u ocho años. Siempre serio. A veces hasta triste. Y también pienso que me hice todo lo mayor y responsable que se  puede llegar a ser a los dieciocho o diecinueve años. Y que, por suerte, a partir de ese momento, no me quedó más remedio que empezar a ser menos responsable y serio. Y que tuve que pasar por reírme un poco de mi mismo y mi seriedad, hacerme más gamberro y menos formal, para poder madurar. Para poder empezar a tener las cosas menos claras y hacerme más tolerante a los fallos. A los míos y a los de los demás. 

Desde entonces no sé si he sido más feliz, pero creo que me lo he pasado mejor y he estado menos veces triste, aunque no niego que, con frecuencia, he vuelto a estar preocupado. 

Pero he visto y sigo viendo todavía como los grandes dramas suelen tener un día siguiente en el que las cosas vuelven a andar, más o menos. He visto como muchas de las que parecían caídas en picado hacia el abismo acababan en una remontada, si no digna, al menos esperanzadora.

Así que, con el tiempo, igual puedo conseguir sentarme una mañana en el anden del metro a leer un cómic y reírme de la vida, sin otra preocupación que lo inmediato.

Igual hacerse mayor tiene su lado bueno.

...