martes, 25 de marzo de 2008

"Elena no tiene pueblo (y yo tengo por lo menos tres)"

Esta mañana me contaba mi hija pequeña que Elena, una de sus amigas del cole, "no tiene pueblo".

Ella, mientras, estaba muy ufana porque tenía por lo menos tres: uno por cada lugar donde viven sus abuelos paternos y maternos y solemos pasar temporadas vacacionales, incluyendo la "casa del pueblo" de mi madre.

En un recuento más generoso llegaba incluso a siete "pueblos", al sumar lugares en los que hemos estado sólo de forma más ocasional, como los pueblos natales de mis suegros, la casa en el monte del tío P. (que para ella es un pueblo distinto) y, en el extremo de lo que yo podía haber imaginado, el pueblo/ciudad donde vive una prima ¿tercera? (estamos hablando de una hija de mi prima), en el que no ha estado nunca más de unas horas, pero por el que pasamos cuando vamos a uno de los pueblos "de verdad".

He descubierto que, en Madrid, tener un pueblo es algo imprescindible e incluso, al menos en las clases de segundo de infantil, una "riqueza" de la que se puede presumir. Yo recuerdo mi infancia en preescolar en la que presumíamos de que teníamos un hermano mayor o un primo que sabía kárate y, en buena lógica, "le podía" al hermano o primo del compañero de clase.

Ahora parece que de lo que hay que presumir es de tener pueblo, aunque, algunas veces no me acaba de quedar clara la ventaja de tener varios pueblos, mucho menos si están a varios cientos de kilómetros del lugar donde vives y al que, desgraciadamente, tienes que volver después de las vacaciones.

Reconozco que esta duda no me asalta cuando se trata de vacaciones de verdad, en las que veo las ventajas claras de tener "pueblos", pero sí que lo hace si se trata de mini vacaciones.

Y es que creo que, en parte, estos pueblos, múltiples y relativamente distantes, son los culpables de que esté más bien cansado después de estas supuestas vacaciones de Semana Santa.

Como las niñas tenían vacaciones la semana completa, pero nosotros no, fuimos el fin de semana anterior, el del Domingo de Ramos, para dejarlas en casa del hermano de A. (¡muchas gracias, por cierto!). El domingo nos volvimos a Madrid A. y yo solos, pero no sin antes haber pasado por casa de mi madre el sábado. Ya llevábamos los primeros 900 kilómetros de coche y no habíamos hecho más que empezar.

El jueves a primera hora salimos de nuevo para el pueblo de A., recogimos a las niñas, comimos con la familia y, esa misma tarde y ya con las niñas, salimos para el "pueblo pueblo" de mi madre, que está a unos 110 kilómetros, en la montaña de Castilla y León. La idea era estar allí algún día, pero intentando esquivar la nieve que anunciaban a partir de la noche del viernes. Así que sólo pasamos allí día y medio (una noche) y el viernes por la tarde nos volvimos a casa de los padres de A.

En ese momento ya llevábamos bastantes más de 1.500 kilómetros.

El domingo por la tarde, de nuevo de vuelta a Madrid, pasando por nieve en el norte y, especialmente, el gran atasco cuando ya nos empezábamos a acercar a Madrid.

El resultado de tanto ir y venir, más de dos mil kilómetros en poco más de una semana, es que tengo la sensación de no haber descansado nada. Más bien todo lo contrario.

Pero, bueno, al menos hemos estado con la(s) familia(s).

Y, además, mi hija la pequeña podrá presumir en clase de que, durante estas vacaciones, ha estado en tres de "sus pueblos" .

Siempre es un consuelo.

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