lunes, 3 de diciembre de 2007

La lluvia

Muy a menudo echo de menos la lluvia de mi tierra, el aire limpio y regenerado después de un aguacero, el color verde que trae a sus campos, ...

Sin embargo hoy, mientras atravieso La Mancha en un veloz tren y contemplo los colores limpios del amanecer sobre una ligera neblina, no puedo dejar  de estar de acuerdo con el texto de Julio LLamazares que acabo de leer y que dice, sobre los colores de su infancia, que "cuando llovía, en cambio, el agua los confundía y el paisaje se volvía tan extraño como un cristal empañado".

Es verdad que recuerdo alguna mañana de invierno, imagino que de sábado o de vacaciones de Navidad, encerrados en aquella cocina grande de la infancia. Mi madre planchando y nosotros, los niños, tirados por el suelo con los indios y vaqueros de plástico o las cazuelas y platos de juguete.

Recupero mi mirada desde el suelo observando el exterior, en un ángulo casi imposible, a través de la esquina superior de la ventana, la única aun no empañada. Me recuerdo contemplando el cielo fundido con la montaña en una única nube gris que parecía estar ahí desde siempre e ir a quedarse en el mismo lugar hasta el final de los tiempos, mientras llovía con la paciencia con la que sólo nuestro cielo sabe hacerlo.

Vuelvo a sentir aquel confort estremecido, el alivio de estar dentro, al calor y en compañía. También noto el frío de fuera, la humedad que se debía calar hasta los huesos y la soledad del mundo, allá, al otro lado del cristal.

Recupero el olor cálido de la ropa recién planchada envolviéndonos dentro de casa y pienso que sí, que la lluvia me sigue gustando.

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