lunes, 4 de junio de 2007

Vida interior, naturaleza y braseros


Éste es un post que he empezado a escribir varias veces y en varios soportes (papeles sueltos, en un fichero previo, aquí) y que, hasta ahora, no había conseguido acabar. Incluso ahora no estoy seguro de si lo estoy acabando o, simplemente, me libro de él para no tener que seguir dándole más vueltas. Supongo que hay algo de pudor en esa dificultad para ponerlo por escrito. Me temo que es un poco más poético o sentimental de lo habitual y, lo confieso, me da un poco de vergüenza dejároslo leer.

La situación que describe ocurrió hace ya unas semanas y estaba esbozada en unos papeles sueltos que escribí entonces, pero se quedó sólo en esbozo. El problema es que los papeles andaban pasando de un bolsillo a otro desde entonces, sin que me decidiera a tirarlos. Así que, al final, he tomado la decisión de volver a intentarlo.

Se trata de un fin de semana que fue en si mismo una contradicción. Salíamos huyendo de un compromiso familiar (la típica comunión de una prima segunda a la que te invitan por compromiso) y nos encontramos cumpliendo con otro diferente. Aunque éste último era bastante más agradable de cumplir que aquel del que huíamos. Se trataba de la visita anual a las tías (y el tío) de A.

Pero está es sólo la primera de las contradicciones del fin de semana. Hubo más.

Una vez que te alejas del barullo de la carretera de La Coruña, se trata de un bonito viaje, especialmente desde Ávila y que aun mejora según te acercas al tramo final, en el que te encuentras bordeando la zona de Gredos. Si, como era el caso, te encuentras en plena primavera, el paisaje de sierra y dehesas, de encinas en flor y de todo tipo de plantas llenas de flores silvestres, intercaladas con enormes y caprichosos bloques de granito, todo al lado de una carretera a veces hasta menos que rural, tiene un encanto muy difícil de describir pero muy seductor.

Por lo tanto, el fin de semana empieza bien. Paramos en Piedrahíta, que es un pueblo con bastante encanto. Paramos también a "hacer pis", en medio del campo y sólo un kilómetro después, como suele suceder si viajas con niñas en edad de molestar. Nada diferente de lo habitual.

Es una pena que el final del trayecto baje bastante la media. El destino es un pueblo situado en un entorno natural privilegiado, pero que ha sabido crecer de espaldas a él. El resultado es, en algunas zonas del pueblo, mediocre y sin demasiado encanto y, en la mayor parte de él, directamente feo. Yo suelo decir que "murió de éxito". La riqueza, unida al mal gusto, tiende a producir un crecimiento urbano destructor y muy feo. Esto es más grave si uno tiene en cuenta que sólo con salir un poco al campo o a los pueblos, más pobres, de los alrededores, la cosa mejora espectacularmente.

Ésta es la segunda contradicción. Un sitio bastante feo, con un entorno natural especialmente bello.

Pero éste estaba destinado a ser un fin de semana de contrastes, así que continuaron las contradicciones, alguna de ellas menores, como que el sol primaveral dejó paso a unas tormentas que, sin previo aviso, convirtieron las calles en torrentes de montaña.

Pero entre todas ellas, destaca una que he sentido casi siempre que he estado por allí y que esta vez, creo que ayudada por el clima, sentí todavía con mayor intensidad.

Por una parte allí tengo una sensación muy fuerte de lo que puedo llamar "vida interior". No hablo de una sensación mística o de una profunda reflexión filosófica. Hablo más bien de una sensación de encierro. Una vida de mujeres mayores, encerradas en sus casas la mayor parte del tiempo. Atrapadas en sus recuerdos, en sus costumbres, en sus rutinas cotidianas y oscuras, en sus propias limitaciones físicas, en el tipo de ideología, de creencias, de vida que les han enseñado a vivir.

No puedo evitar sentir cierta claustrofobia. Una necesidad, sorda pero constante, de salir de allí y, al mismo tiempo, una sensación liberadora al saber que yo sólo estoy allí de paso, que esa no es la vida que me ha tocado en suerte.

Por otra parte, allí me resulta muy fácil contactar con la vida que está en el exterior, con la Naturaleza (así, en mayúsculas, como la escriben algunos panteístas). Sólo necesito salir a dar un paseo por la dehesa o hasta la orilla del "río", que en realidad es un embalse. Entonces, todo es abierto, luminoso, libre, ... Esta sensación sí que tiene algo de metafísico o espiritual. El campo abierto, la naturaleza un poco salvaje, el silencio ruidoso de los insectos y los pájaros, la primavera (o el verano o el otoño) adueñándose de esos espacios castellanos, ... Tumbado en la hierba, recostado contra un árbol o una roca, con todos los poros de la piel muy abiertos, podría dejar pasar las horas muertas respirando esa paz, esa sensación de plenitud, de libertad, de eternidad que sólo la naturaleza tiene.

Pero, incluso en esos momentos, no puedo evitar sentir cierta ansiedad. Una angustia, suave pero también constante, al saber que no puedo quedarme allí, no necesariamente en ese campo o en ese pueblo, pero sí pegado a ese mundo natural y auténtico. Al saber que yo sólo estoy allí de paso, que esa no es la vida que me ha tocado en suerte.

Ahora se me viene al recuerdo una de las primeras sensaciones que recuerdo de esas visitas. Debía de ser invierno, otoño o una primavera más temprana que la de esta última vez, porque hacía más frío, al menos dentro de las casas. Y recuerdo el interior de las casas porque allí se producía otra gran contradicción. La provocaban el brasero y la mesa camilla combinados con la temperatura relativamente baja del interior de las casas. Conseguían dejarme los pies ardiendo y la espalda helada. Todo al mismo tiempo.

En cierto modo, ese "calor frío" o ese "frío cálido" tenían algo de simbólico o premonitorio que entonces no supe percibir.


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